España ha sido un país de capillas y burdeles, de cilicio y de farras, de cabezas de familia de misa diaria que mantenían otro piso para la querida, de bodas con prueba de virginidad y de derecho de pernada. La versión castiza de la moral católica, estricta en lo referido al disfrute sexual pero con amplios márgenes para la hipocresía, preocupada sobre todo de las apariencias, está en nuestras raíces y en nuestras tripas. Fuimos durante siglos (junto a los Balcanes) la primera línea de la Europa cristiana frente al islam, devotos de Santiago matamoros, inquisidores de hoguera en la plaza. Tenemos grabado a fuego en nuestro carácter el clericalismo y también el anticlericalismo, por el rencor a una Iglesia que tomó bando en muchas de nuestras rencillas. La represión de lo sexual ha sido sobre todo de la libertad de la mujer, puesto que al hombre se le consentían los desahogos con las otras (perdonables con una simple confesión, lo que según Max Weber explicaba el abismo entre teoría y práctica en el mundo católico).
Asuntos que ya no deberían dividirnos, que parecían superados en la sociedad moderna, que tiende a ser respetuosa con el modo de vida que elige cada cual, siguen causando incendios en bocas de algunos obispos, de ciertos dirigentes, en las emisoras que ya saben, en ámbitos con influencia en el nuevo poder político. A la hora de hacer recortes, de subir impuestos o de recibir otras instrucciones de Merkel no se distinguen tanto los gobiernos de izquierda y derecha. Lo que parece separar a las dos Españas a estas alturas de la historia son, todavía, cuestiones relacionadas con la moral, particularmente con la moral sexual: la homosexualidad, la píldora del día después, la asignatura de educación para la ciudadanía, la enseñanza sobre sexo en las escuelas, la ley del aborto. Casi todas las quiere tocar el nuevo Gobierno de Rajoy, quien de entrada se muestra más sensible al factor religioso que, por ejemplo, lo fue Aznar. Con Aznar no varió la ley del aborto ("soy contrario, pero no me pidan que encarcele a las que abortan", decía), se aprobó la píldora del día siguiente (con receta), se crearon registros para las parejas de hecho (sin llamarlo matrimonio) e incluso se escribió en una ley el derecho del paciente a rechazar un tratamiento (sin llamarlo muerte digna). Tampoco, por supuesto, se restringió el divorcio, que los dirigentes del partido practicaron sin reparos.
Ahora, sin embargo, lo prioritario para Rajoy es que no se hable a los escolares de que hay parejas homosexuales, que las mujeres que abortan tengan que declararse deprimidas o volar otra vez a Londres, o que el domingo por la mañana algunas chicas deambulen en busca de un médico de guardia que les dé la pastilla poscoital. No nos esperábamos esto del nuevo PP, renovado por Rajoy dando peso a mujeres que enfadan a los obispos por casarse por lo civil o tener hijos in vitro, símbolos de la superación del viejo rol femenino por una derecha moderna. Ya pudimos intuir que algo se movía en la dirección del gusto episcopal cuando esas dos dirigentes, Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores de Cospedal, corrieron a pregonar la Semana Santa o a presidir procesiones con mantilla. ¿Para estar en sintonía con los nuevos/viejos tiempos?
Las bases del PP de hoy, bastante diversas, ya no son las que tuvo la Alianza Popular de Fraga. No coincide el voto católico con el del PP, como bien saben los dirigentes del PSOE que gobernaron Andalucía, Castilla-La Mancha y Extremadura, las regiones más religiosas según todos los indicadores (bodas, asistencia a templos, bautizos) y feudos de la izquierda hasta anteayer. Bono cuidaba el voto devoto, como Barreda después, ambos desmarcándose de ciertas medidas del Gobierno central. En otros ámbitos corrió más la securalización. El PNV, que aun mantiene señas de haber sido un partido confesional, ahora apuesta por la laicidad, en consonancia con lo ocurrido entre los vascos, que son los menos practicantes del Estado. Los nacionalistas vascos acabaron apoyando la reforma del aborto de 2010.
Nada es blanco o negro. Hay amplios sectores católicos cercanos a la sociedad de hoy, con más conciencia social que obsesión por la castidad (asunto que, por cierto, parecía ocupar poco al Jesús de los cuatro evangelios). Pero entre los obispos aún se escuchan mensajes como este, oído al obispo de Tarragona: "A las mujeres de mi iglesia siempre les digo lo mismo: A quien tienes que cuidar más es a tu marido, él es el hijo más pequeño de la casa. Ya sabéis por qué lo digo. Lo tienen que cuidar, no se pueden descuidar”. ¿Eh? ¿El hombre es un pequeñín, ya sabes cómo es, perdónale sus cosillas, complácele? A la mayoría de la población, también la católica, esos mensajes le suenan a chino.
Todo invitaba a pensar que esta legislatura iba a enfocarse a la economía y que el presidente, que detesta meterse en líos, pasaría de puntillas por cuestiones ideológicas, de las que hacen cavar trincheras a cada bando. Pero no. ¿Qué molestaba de Educación para la Ciudadanía para que tenga que ser suprimida tan rápidamente? No tanto el adoctrinamiento político (para colmo Wert dio un falso ejemplo) como el afectivo. Que se explique, por ejemplo, que no todas las familias son idénticas y que algunas se forman de otra manera: dos hombres, dos mujeres, o un padre solo, o parejas reconstruidas y con hijos de relaciones anteriores. Algo que no sé yo si sorprenderá mucho a nuestros adolescentes, que conocerán en su entorno a ejemplos de estos nuevos modelos. Ciudadanía, por cierto, no incluía la educación sexual, de la que andamos flojos porque es un contenido trasversal que queda al criterio del colegio.
El aborto. Asunto delicado. A muchos, no solo católicos, les disgusta la idea de acabar con un embrión; en efecto, es una desgracia llegar a eso. A muchos otros, incluidos algunos católicos (aquí pueden leer las opiniones de Jon O'Brien, entrevistado por María Sahuquillo) les preocupa también que a una mujer se la pudiera obligar a culminar un embarazo contra su voluntad, o se la empuje a terminarlo en una insegura clandestinidad. Otro drama. Pugnan las concepciones del aborto como derecho o como excepción bajo tutela médica, pero eso es pura ideología. Si el Gobierno quiere es reducir el número de abortos (efectivamente muy elevado: 110.000 al año), seguramente no encuentre oposición a la hora de mejorar las muy mejorables ayudas a la maternidad. Lo que no tiene eficacia es endurecer la norma. La OMS ha demostrado que el número de abortos no depende de la legalización o criminalización, y casi todos los países desarrollados consideran más prudente dar una salida legal a este fenómeno. La ley del aborto de 1985, que el PP combatió en su día y ahora reivindica, dejó abierto el coladero del riesgo psicológico, que valía para todo: a ver quién iba a negar que una maternidad indeseada causa daños psicológicos. La ley de 2010 era de plazos, como es el modelo dominante en Europa: durante un plazo (de 14 semanas de gestación) se respeta la decisión de la mujer sin obligarla a dar una justificación. A cambio, la nueva norma es más restrictiva para cortar embarazos avanzados, lo que parece razonable desde el punto de vista ético, pues a partir de 22 semanas un feto es viable. El aspecto que más irritó en amplios sectores era la rendija que permitía abortar a menores desde los 16 sin informar a sus padres, y que será definitivamente cerrada. Los conflictos que ello acarrée quedarán en la intimidad familiar.
El tradicionalismo católico, a menudo falto de matices, condenaba por igual un aborto de un día que de siete meses; es tan pecado el infanticidio que congelar un embrión, tomar la píldora o desperdiciar una gota de semen. El debate bioético en el siglo XXI es menos simplista: ahora que Gallardón habla de la protección del nasciturus, los expertos apoyan que se gradúe a lo largo del proceso de formación de la vida, que no es un instante, y eso podría encajar en la doctrina constitucional. Los plazos parecen un sistema más transparente y menos hipócrita que los supuestos.
El asunto no es si se reforma la ley sino para qué. ¿Para que otra vez ciertos jueces citen a declarar a decenas de mujeres por un aborto en el pasado, como ocurrió en el fabricado caso de la clínica Isadora? ¿Para tranquilizar conciencias pensando que todo aborto responde a una razón médica? La solución a los embarazos indeseados está sobre todo en la educación sexual desde pequeños, en las facilidades para la contracepción y, como último recurso, en la píldora del día después cuya libre dispensación depende ahora de un estudio encargado por Ana Mato. Si el estudio es técnico, y no moralista, tienen difícil restringir el acceso al fármaco, pues se revela eficaz, es falso que su uso esté siendo abusivo y sus efectos no son abortivos según los expertos, asunto no menor.
No todo es retroceso, pese a la presión de los más conservadores. El uso de anticonceptivos está tan extendido entre creyentes como entre no creyentes, y cada día se revela más insostenible la doctrina tradicional de la Iglesia, apartada desde hace décadas de la tímida línea aperturista del Concilio. Por no hablar de la indefendible condena del condón allí donde campa el sida. La mayoría social de este país, también los votantes del PP, ve con normalidad el matrimonio entre homosexuales, y la ausencia de este asunto en el programa de Rajoy hace pensar que no se va a remover, al menos mientras el Tribunal Constitucional no dé una sorpresa. Otros avances que tocan la sensibilidad religiosa, como la fecundación artificial o el uso de células embrionarias para curar enfermedades, parecen cada día menos discutibles o recortables.
De este paquete de rearme conservador, de este guiño del Gobierno a parte de sus bases, se ha quedado fuera el debate del divorcio, afortunadamente superado. Los obispos criticaron incluso al Gobierno franquista que legalizó, en 1967, el matrimonio civil, tachado de "concubinato"; a la UCD por regular el divorcio en 1981 y al PSOE de Zapatero por traer, en 2005, el divorcio exprés. Ahora Gallardón plantea un divorcio más rápido todavía, ante notario. Los fedatarios públicos también podrán oficiar bodas, quizás vestidos de Elvis Presley en ese nuevo Las Vegas que se proyecta en Madrid.
Causa escalofríos que vuelvan a mirar mal a una vicepresidenta casada por lo civil, o a una presidenta autonómica que fue madre sola, que perviva una visión tan miope de la mujer y de su libertad. Uno quiere pensar que el ciudadano medio, el simpatizante del PP también, está más cerca de las mujeres laicas del equipo de Rajoy que de las ideas del obispo de Tarragona sobre la mujer. (Por cierto, que nunca oímos reproche episcopal alguno a la divorciada que entró a formar parte de la Casa Real con todas las bendiciones. Aún hay clases. Y estamentos).
Uno va por la calle y no ve señales de esa intolerancia con los que se apartan de una moral muy determinada. Más bien veo a gente que vive de acuerdo a su conciencia sin interés alguno por imponérsela al vecino. Quizás pervivan dos Españas por sus sensibilidades sobre lo sexual, pero uno sospecha que se están agitando debates que ya no nos importan tanto.
P.D: Imágenes tomadas de la 'Guía de la buena esposa', supuesta publicación de los años cincuenta aleccionando a las mujeres ante el matrimonio que ha hecho furor en la Red. Su autenticidad parece descartada, pues es una adaptación artística y anónima, seguramente reciente, de otro folleto similar estadounidense de procedencia igualmente dudosa. La Sección Femenina no lo utilizó, aunque lo que decía no era demasiado diferente. Da igual: ¡resulta tan creíble escuchando a algunos!
7-II-12, elpais