"Pascal i el canvi climàtic", John William Wilkinson
Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”. Son palabras del polifacético matemático y filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662), y vienen a cuento porque atañen al cambio climático, que ha devenido una cuestión de fe.
NICKY PARK / EFE En Kiribati, un archipiélago en medio del Pacífico compuesto por una treintena de atolones, el mar se está ‘tragando’ poco a poco la tierra firme que compone la isla. Los cerca de 100.000 habitantes del país corren el riesgo de tener que abandonar sus casas debido al cambio climático
Los líderes mundiales, por mucho que sean personas de poca fe, harían bien en enfocar el problema del calentamiento global como Pascal la existencia o no de Dios. Además, lo harían jugando con ventaja, porque si Pascal murió sin saber en qué sentido se había equivocado, los mandatarios actuales tienen ante sus ojos los efectos de un fenómeno que irá a más si no se hace nada.
Por desgracia, el deshielo de los polos y los glaciares ofrece grandes oportunidades a los que sólo piensan en el pan para hoy, olvidándose u ocultando el hambre para mañana. Mientras se abren nuevas rutas marítimas por el Ártico, que sin duda pronto serán motivo de cruentos conflictos, la subida del nivel del mar ya va cobrando sus primeras víctimas.
Como se ha podido observar desde el satélite CyroSat, sólo queda una quinta parta del hielo marino que había en el Ártico en 1980. A lo largo de este mismo periodo, las zonas árticas con vegetación han avanzado unos siete grados de latitud hacia el norte. Una subida de temperatura de apenas un grado ha bastado para producir estos cambios. Si no se hace nada para frenar esta tendencia, la previsión de los científicos es que antes de terminar el siglo el mar podría subir entre 26 y 82 centímetros y la temperatura aumentar hasta 4,8 grados.
Se contempla esta preocupante situación 21 años después de la firma del primer convenio de Cambio Climático y 16 de la del protocolo de Kioto, sin olvidar la fracasada cumbre de Copenhague en el 2009. Frente a la envergadura del problema, es inexcusable lo poco que se ha avanzado en todo este tiempo en cuanto a las energías renovables o la promoción de sistemas de ahorro energético, entre otras alternativas a las dañinas emisiones de combustibles fósiles.
Pero si ni siquiera en los más avanzados países democráticos existe un solo partido mayoritario que mire más allá de las próximas elecciones, difícilmente puede haber una política a largo plazo que frene las emisiones. De hecho, el calentamiento es visto en demasiados casos como una bendición, una oportunidad; y el fracking tiente hasta la formación verde más recalcitrante. Hay tanto dinero fácil en juego, el futuro puede esperar.
Además de resultarles atractivas a los guionistas de Hollywood, las catástrofes naturales que se avecinan preocupan cada vez más a los militares, puesto que, cuando se produzcan, les tocará a ellos sacar las castañas del fuego. En realidad, hace tiempo que ya es así. ¿A quién si no le toca retirar los cadáveres y los escombros después de cada nuevo huracán, inundación, sequía o maremoto? Y nunca cuentan con suficientes fondos o medios. ¿Quién recoge los cadáveres en Lampedusa?
Afortunadamente, sí se lo toma en serio Jim Yong Kim, presidente desde el 1 de julio del 2012 del Banco Mundial. Una escalada de catástrofes podría de paso hundir la economía global. Si no se toman medidas a tiempo, no habrá quién haga frente a los escenarios dantescos que se desatarán con cada vez mayor frecuencia. El calurosísimo verano del 2003 no fue más que un aperitivo antes de los futuros prolongados periodos de insoportable calor, que muy probablemente reducirían en un tercio la productividad de muchos países pobres o emergentes.
Si hoy día Europa no sabe qué hacer con los inmigrantes y refugiados procedentes de África –como acaba de demostrar la tragedia de Lampedusa–, imaginen cómo serán pasado mañana las inmensas olas migratorias empujadas por atroces sequías e inundaciones. Además, como ya está ocurriendo en algunas islas del Pacífico o Alaska, los refugiados climáticos no cuentan con un reconocimiento oficial específico como tales. ¿Qué trato merecen las personas que se ven obligadas a abandonar sus islas una vez sepultadas bajo las olas del océano? De momento, no existe visado especial alguno.
La convención sobre el Estatuto de Refugiados define un refugiado como “una persona que, debido a un miedo fundamentado de ser perseguido por razones de raza, religión, nacionalidad o pertenencia a un grupo social o político en particular, se encuentra fuera de su país de nacimiento…”, pero no dice ni una sola palabra sobre los desplazados por culpa del cambio climático.
Kiribati, un archipiélago en medio del Pacífico compuesto de una treintena de atolones, ya exporta refugiados climáticos. Los 100.000 habitantes corren el riesgo de tener que abandonar su país. El año pasado, un tribunal de Nueva Zelanda deportó a un hombre de Kiribati al denegarle el estatus de refugiado según la citada convención.
El presidente de Kiribati, Anote Tong, un licenciado por la London School of Economics, pide a su pueblo que se prepare para “una migración con dignidad”, al tiempo que negocia la compra de miles de hectáreas de tierras de cultivo en Fiyi. El señor Tong cree que hay que actuar antes de que sea demasiado tarde.
Hay quien aún duda de que el cambio climático sea una realidad. Pero si a estos no les convencen las catástrofes que hace tiempo llenan los telediarios, ni tampoco la impecable argumentación de Pascal, al menos podrían tomar nota del pragmatismo de Tong, que gobierna y no en sentido figurado con el agua al cuello.
20-X-13, John William Wilkinson, lavanguardia