la djihad arriba al nord de Benin
El monstruo de la yihad se expande hacia Benín
Los grupos extremistas que controlan ya territorios de Mali, Burkina Faso y Níger avanzan hacia el sur y amenazan el norte beninés
Una mezquita en la ciudad de Tanguieta, al norte de Benín, donde el islamismo radical busca sustituir el islam moderado practicado en la zona durante siglos
Soumaïla no lo intuye, lo sabe: los yihadistas te pueden matar de pena. Pide que le acompañe hasta la puerta de su casa, una choza de barro rodeada de una empalizada de caña, y señala un montículo de tierra removida del que sobresale media calabaza. Es la tumba de su padre. “Su cuerpo dejó de funcionar por la tensión y la tristeza. Ni siquiera tenía fuerzas para levantar los brazos. Se sentía mal y se pasaba todo el día estirado porque cada día llegaban noticias de que habían matado a un familiar o a un amigo. No pudo soportarlo. Murió un mes después de que llegáramos aquí”.
Soumaïla, de 18 años, rememora el adiós de su padre sentado junto a su madre, Thiombianon Labi, y a sus ocho hermanos, a las afueras de Tanguieta, una ciudad del norte de Benín a 60 kilómetros de la frontera de Burkina Faso. La madre interrumpe a su hijo para completar el relato de su huida. “Ocurrió hace dos años. Vinieron unos hombres armados al pueblo y nos dijeron que debíamos irnos. Vinieron en moto y fueron casa por casa. A los que se negaban o protestaban, los mataban. Mataron a muchos”. Desde entonces, madre e hijo comparten el mismo miedo. “Rezamos para que los yihadistas no lleguen aquí. Sabemos que están cerca, cada vez más, y nosotros solo queremos vivir en paz”.
Soumaïla frente a la tumba de su padre, muerto de pena tras el ataque de los yihadistas en Burkina Faso.
Su temor no es exagerado. La pérdida de influencia de Francia en Mali, Níger o Burkina Faso, aprovechada por Rusia, que se ha aliado con los regímenes militares sahelianos, ha coincidido con una espiral violenta insostenible en la región. En 2023, los grupos islamistas asesinaron a 11.643 personas en el Sahel, tres veces más que en 2020, cuando se produjo el primer golpe militar en Mali, justificado por los golpistas por la incapacidad del gobierno anterior y sus aliados franceses para responder a la amenaza terrorista.
Lejos de contener el caos, la sombra yihadista, con grupos vinculados al Estado Islámico o al Qaeda, se expande ahora hacia el sur sobre Ghana, Costa de Marfil y Togo, pero especialmente hacia Benín. De enero a noviembre del año pasado, este país registró más incidentes violentos –ataques de grupos armados a civiles o enfrentamientos con militares– que todos sus vecinos costeros combinados. Mientras la nación marfileña reforzó su seguridad en el norte en los meses previos a la celebración de la Copa África de fútbol y redujo los incidentes a 26 casos, sus vecinos Togo y Ghana sufrieron cada uno una cuarentena de choques con grupos yihadistas en su frontera con Burkina Faso.
Benín supera esas cifras con creces y las multiplica por diez. Según un informe de Granit, un grupo de análisis vinculado a las Naciones Unidas que estudia la violencia en la región, el norte beninés sufrió 260 incidentes violentos, además de 137 episodios de malestar social como manifestaciones o enfrentamientos con las autoridades políticas o religiosas.
La situación geográfica de Benín, cuyos caminos del norte son lugar de paso de nómadas, comerciantes, bandidos y traficantes desde Nigeria a Níger o Burkina Faso, refuerza su condición de pieza más frágil ante el avance fundamentalista. El parque nacional de Pendjari, hace unos años el principal santuario de elefantes del África Occidental, es hoy uno de los principales refugios de las bandas extremistas de la zona.
Un vehículo militar patrulla las calles de Tanguieta, a 60 kilómetros de Burkina Faso
El resultado es una ola de miedo como el de Soumaïla y Labi. Aunque el gobierno de Benín niega la mayor y no quiere hablar de emergencia de refugiados, el norte de Benín acoge actualmente a 5.900 refugiados burkineses que huyen de los ataques yihadistas al otro lado de la frontera, además de 8.700 desplazados internos a causa de una violencia yihadista directa o incitada: el informe de la fundación holandesa Clingendael “Leyes de atracción. El norte de Benín y el riesgo de un desbordamiento violento de los extremistas” alerta de que los grupos armados avivan los históricos conflictos intercomunitarios entre ganaderos y agricultores de etnias enfrentadas para penetrar en la zona, generar violencia y crear un caldo de cultivo favorable a sus intereses.
En las calles de la ciudad de Tanguieta se palpa el aroma de primera línea de batalla contra el cáncer yihadista. Por sus avenidas arenosas, de asfalto agrietado y polvo anaranjado, patrullan tropas de militares armadas hasta los dientes. Aunque en la región se practica mayoritariamente un islam moderado, en los últimos años se empiezan a ver más mujeres en burka u hombres con barbas largas y pantalones que dejan los tobillos descubiertos para facilitar las abluciones rituales antes de la oración.
“Primero fueron a por las escuelas. Cerraron más de 400 colegios, luego empezaron a matar”, dice Idrissa
Dahani Idrissa, portavoz de los refugiados burkineses en la ciudad, siente escalofríos porque ya lo ha vivido antes. “En Benín empiezan a pasar cosas… Hace un mes, hombres armados intentaron entrar por la frontera y los militares consiguieron echarles. Cada vez avanzan más”.
Idrissa vive solo en Tanguieta porque en su pueblo los yihadistas hicieron una escabechina. Mataron a 87 vecinos, incluidos sus nueve hermanos. Él se salvó porque estaba cultivando el huerto y, al escuchar los disparos y ver el humo de las primeras chozas ardiendo, pudo esconderse en el bosque.
Como lo ha sufrido en su piel, Idrissa sabe que antes de que la violencia y los asesinatos empiecen, se producen señales del derrumbe. “Primero fueron a por las escuelas. No querían ver a ningún profesor y cerraron más de 400 colegios, luego empezaron a matar. Quemaron las escuelas y a los maestros que no huyeron los mataron o los secuestraron. Odian la educación francesa e implantan escuelas coránicas”.
Esa penetración silenciosa en las mentes locales ya ha comenzado. Misioneros llegados desde el Sahel recorren las mezquitas del norte beninés y predican una visión radical del Islam, abogan por el regreso a los tiempos gloriosos de los imperios musulmanes de la zona y señalan a occidente y sus costumbres pecaminosas como el enemigo a batir. Nuevas mezquitas financiadas con dinero del Golfo, además de oenegés islámicas, solo para musulmanes, han aparecido en la región en los últimos años y su discurso antioccidental cala poco a poco entre una población empobrecida, donde el desempleo es norma y el cambio climático ha endurecido más aún la vida de ganaderos y agricultores.
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Para combatir ese envenenamiento de las mentalidades, algunas oenegés locales e internacionales han iniciado proyectos para brindar educación a los refugiados o desplazados por la violencia yihadista. Kampoua Alidou, de 10 años, empezó a ir al colegio en septiembre, después de tres años sin pisar un aula. En su aldea burkinesa de Tambaliga, los barbudos ordenadon cerrar la escuela, y ahora en suelo beninés acaba de retomar los estudios. Está encantada. “Me gusta aprender a leer y escribir, el francés, las matemáticas... Me gusta todo”, dice.
Aunque Kampoua es una niña feliz y sonriente, el recuerdo de las matanzas que los yihadistas perpetraron en su aldea, donde asesinaron a varios jóvenes para obligar al éxodo de todos los vecinos, se reflejan en sus sueños de futuro. Cuando se le pregunta qué le gustaría ser de mayor, no duda. “Me gustaría ser militar –responde– para combatir a los yihadistas y vengarme de lo que hicieron”.