Francisco Martínez Hoyos
03/02/2024 lavanguardia
Acostumbramos a vincular el término imperialismo con Castilla. Sin embargo, mucho antes de que Hernán Cortés tomara Tenochtitlán, un monarca aragonés, Alfonso V el Magnánimo (1396-1458), conquistó Nápoles, uno de los grandes reinos del Mediterráneo. Por otro lado, como soberano católico, defendió el ideal de cruzada y se enfrentó a los musulmanes por el dominio del Norte de África. Eso nos lleva a pensar que, tal vez, cuando el cardenal Cisneros se apoderó de Orán a principios del siglo XVI, hacía algo más que cumplir con el testamento de Isabel I la Católica. Su política enlazaba a la perfección con el tradicional expansionismo catalano-aragonés.
Alfonso, de acuerdo con sus panegiristas, sobresalió por su carácter sensible, por su cultura, por su elegancia. Pero no nos entusiasmemos demasiado. Como cualquier conquistador de cualquier época, podía ser un perfecto bestia si la violencia convenía a sus intereses. Así, en Cerdeña, no dudó en ordenar que, si hacía falta, los rebeldes independentistas fueran vendidos como esclavos.
Por entonces la pluma estaba más cerca de la espada de lo que ahora imaginamos: solo tenemos que pensar en el clásico arquetipo del soldado escritor. Alfonso no solo fue un gran guerrero, también un mecenas de las letras y las artes, que utilizó, por supuesto, para hacer propaganda de su figura. Un reciente biógrafo, Josep Brugada, destaca en Alfons el Magnànim. Tres corones per a un rei (Base, 2023) su gran aportación al mundo de la cultura y el arte, tanto por los escritores a los que patrocinó como por los edificios que hizo construir. De hecho, estamos ante uno de los grandes príncipes del Renacimiento.
Como indicó Ernest Belenguer en Los Trastámara (Pasado & Presente, 2019), fue en Italia donde el futuro tío de Fernando el Católico entró en contacto con el humanismo. Comprendió entonces que, para ser un soberano moderno, debía distanciarse de las tradiciones de sus orígenes. Si quería convertirse en una figura a la altura de sus oponentes italianos, sus puntos de referencia tenían que ser autores como Dante o Petrarca. Fue precisamente un poeta a su servicio, Andreu Febrer, el que se ocupó de traducir al catalán la Divina Comedia.
De esta forma, el rey podía presentarse ante el mundo como un soberano a la última, protector de los intelectuales de vanguardia. De lo contrario, lo más probable es que se hubiera sumido en el desprestigio. No en vano, Boccaccio había escrito que los habitantes de la remota Hispania eran gentes semibárbaras.
En la actualidad, recordamos, sobre todo, el vínculo que unió a Alfonso con Ausiàs March (1400-1459), uno de los grandes poetas en catalán de todos los tiempos. Muy joven, March estuvo en la corte del monarca cuando este se hallaba en València. Más tarde, intervino en las expediciones a Córcega, Cerdeña y el norte de África. Obtuvo, gracias a sus servicios, el puesto de halconero real. Regresó más tarde a las tierras bajo su dominio, como miembro de la pequeña nobleza, y acabó estableciéndose en Gandia. Pese a la distancia, mantuvo con el Magnánimo una interesantísima relación epistolar que refleja una evidente cordialidad, lo mismo que los versos que el poeta dedicó al Trastámara.
Alfonso V y Ausiàs March compartían el gusto por la lectura de los clásicos. Aunque resultara un tanto paradójico, el futuro pasaba entonces por el retorno a las fuentes de la Antigüedad. Los escritores y los pensadores del momento, a sueldo del rey aragonés, se esforzaron en presentarle como un nuevo Julio César, por sus virtudes bélicas, o como una nueva versión de Octavio Augusto por su gran capacidad para desempeñar el gobierno.
Nápoles, gracias a Alfonso V, llegó a ser uno de los centros culturales más sobresalientes de Europa, en el que coincidieron autores en italiano, catalán y castellano. Brugada describe al Magnánimo como un hombre muy inquieto en el terreno cultural, apasionado del arte y de las letras. Algo de eso hay, sin duda. Aún así, los historiadores deben evitar las tentaciones hagiográficas. Abel Soler, en La cort napolitana d’Alfons el Magnànim (Publicacions de la Universitat de València, 2017) ya puso límites al mito del rex litteratus. Los informes diplomáticos milaneses nos muestran a un individuo preocupado, sobre todo, por la caza. Esa era su prioridad durante el otoño y el invierno. Había que esperar a la primavera para que se dignara a centrarse en los libros y los humanistas.
Humanismo, al menos en el plano teórico, implica cierta forma de laicismo. Como bien nos recuerda Soler, no era este el caso del Alfonso, siempre preocupado por aparecer en público como un ejemplo de devoción. Por eso iba a misa tres veces al día y ponía mucho énfasis en las lecturas de temática religiosa.
Parece claro que el rey era un amante de los libros. Se lanzaba a acapararlos, cada vez que obtenía una victoria militar, y tenía a su disposición un equipo de copistas y miniaturistas. No obstante, resulta difícil distinguir la pasión erudita, el deseo de conocimiento, del afán por coleccionar unos objetos que daban prestigio intelectual y, además, poseían valor económico. De igual manera, ¿hasta qué punto era genuino su interés por relacionarse con los sabios, más allá la utilización de sus obras para promocionar su imagen? Tommaso Chaula, uno de los humanistas a su servicio, le puso por las nubes en su Gesta Alfonsi Regis. Antonio Beccadelli, más conocido como el Panormita, tampoco fue tacaño con las alabanzas. De la biografía que escribió en lengua latina, De dictis et factis Alphonso regis, un especialista contemporáneo, Jordi Llovet, criticaría su desmesura con los elogios.
De todos los intelectuales a los que protegió el Magnánimo, Lorenzo Valla fue el más importante. Su problema era su carácter, una arrogancia a la par con sus conocimientos infinitos. Tenía un prestigio tan alto que se decía que utilizaba el latín mejor incluso que los propios escritores de la antigua Roma. En su obra más famosa demostró la falsedad de la supuesta donación por la que el emperador Constantino, en el siglo IV, entregó a la Iglesia los territorios que constituían los Estados Pontificios. Valla hizo así una contribución al conocimiento a la vez que proporcionaba a su patrón, Alfonso V, un instrumento para combatir al papa Eugenio IV, con el que nunca llegó a entenderse.
No olvidemos, por otra parte, la literatura de ficción. Curial e Güelfa, la clásica novela de caballerías, acostumbraba a considerarse anónima. Sin embargo, Abel Soler, en una investigación monumental de más cinco mil páginas, citada más arriba, defendió la autoría de Iñigo Dávalos, un toledano que ejerció de gran camarlengo en la corte napolitana.
Mientras unos escritores, como Dávalos, llegaron a Nápoles desde Occidente, otros eran de origen oriental, caso del filósofo griego Jorge de Trebisonda, partidario de Platón frente a Aristóteles. Tras un periodo en Roma, al servicio del Papa, se estableció en la corte de Alfonso, al que intentó convencer, sin éxito, para que emprendiera la recuperación de Tierra Santa del dominio musulmán. El monarca, consciente de que no tenía apoyos internacionales, dejó aparcado aquel viejo sueño.
Alfonso nunca regresó a sus dominios ibéricos, donde dejó a una esposa, María de Castilla, por la que no sentía ninguna clase de afecto. A su muerte, su hermano Juan II le sucedió en la corona de Aragón. Ferrante, hijo ilegítimo, hizo lo propio en el trono de Nápoles. Está claro que el Magnánimo se sentía más cómodo en Italia, donde podía maniobrar para hacer que sus sueños de gloria llegaran a materializarse. Se ha discutido sobre cuál fue su verdadera patria, pero esa cuestión, en el siglo XV, resulta anacrónica. El rey, simplemente, es el señor de una colección de reinos. Guerrero y político astuto, supo utilizar a los intelectuales para sus propios fines. Protagonizó así un esplendor cultural por el que iba a alcanzar más reconocimiento que por sus hazañas bélicas.
Salvador Enguix
El tiempo desdibuja, en ocasiones, la memoria; lo que suele corregir la historia, hasta sorprendernos. Sucede, por ejemplo, cuando alguien quiere aproximarse al siglo XV valenciano y descubre que la ciudad y su reino fueron en ese tiempo el centro cultural y económico del Mediterráneo, puerta de entrada del humanismo renacentista bajo el reinado de Alfonso el Magnánimo y lugar donde emergieron los grandes referentes de la literatura en valenciano/catalán, el conocido como siglo de oro de las letras valencianas: Ausiàs March, Joanot Martorell, Jaume Roig o Isabel de Villena, entre otros muchos.
Fue, de facto, la capital de la Corona de Aragón, en el sentido cosmopolita del término, epicentro de la industria editorial europea, geografía adecuada para el crecimiento del arte, las letras y la monumental arquitectura en el marco del llamado gótico internacional y, además, lugar desde donde se financiaron no pocas guerras del monarca y algunos de los grandes proyectos expansivos de la Corona en el Mediterráneo. Un dato más: fue el tiempo en el que una familia valenciana controló la iglesia católica a partir de mitad de siglo; pongamos que hablamos de los Borgia.
Rafael Narbona, catedrático de Historia Medieval de la Universitat de València, es uno de los mejores conocedores del siglo XV valenciano y de los efectos que tuvo el reinado del Magnánimo en la proyección internacional de València. Narbona ofrece los apuntes económicos y políticos que explican cómo se generaron las condiciones para convertir la ciudad en la “babilonia” de la Corona de Aragón. “Fue un período en el que se consolida la efervescencia económica de la ciudad de València que la conducirá a la plenitud en la segunda mitad del siglo XV. El proceso se inició en torno a 1375 cuando la ciudad y el reino que capitalizaba comenzó a formar parte de las rutas del comercio internacional; pronto se convertiría en el centro financiero y de contratación mercantil internacional, de letras de cambio y de capitales que se movían entre Italia y Flandes (sobre todo en el siglo XV), hasta convertir la ciudad en eje predispuesto a competir con la tradicional hegemonía barcelonesa en la articulación de los dominios insulares de la Corona (Mallorca, Sicilia, Cerdeña y Nápoles). Y añade que “entre 1462 y 1472 la Guerra Civil Catalana y sus nefastas consecuencias acabarán por hacer bascular el centro económico y político de la Corona de Aragón desde Barcelona a València”.
En el terreno político, Narbona apunta que pese a que el voto catalán fue fundamental para que la nueva dinastía consiguiera el trono en el Compromiso de Caspe, “lo cierto es que pronto se predispuso contra el nuevo rey al solicitar continuamente nuevas prerrogativas y privilegios que un rey con formación política castellana no estaba dispuesto asumir”. La peor crisis llegó cuando el rey se enfrentó con Castilla: “Esta contienda fue considerada por Catalunya como asunto familiar del rey y se resistieron a financiar la campaña, que consideraban ajena a los intereses de la Corona, en cambio València, casi en solitario, reclutó un ejército para apoyar las pretensiones del rey, sobrepasando la frontera de Castilla entre 1428 y 1432, lo que acentuó la sintonía entre el rey y el reino”.
Esto provocó que desde 1425 hasta 1432 el Magnánimo estableciera su casa y corte en València de forma permanente aunque siguiera viajando”. “València se convirtió en una especie de capital de la Corona de Aragón, cuando tradicionalmente lo había sido Barcelona”.
Antoni Furió, también catedrático de Historia Medieval de la UV, editó hace dos años los volúmenes de las actas del congreso La veu del Regne. 660 anys de la Generalitat Valenciana. En aquella ocasión comentaba que “si el siglo XIV fue el del nacimiento y desarrollo de la Generalitat, el siglo XV es el de su consolidación y definitiva institucionalización, esta tendrá lugar en 1418, durante el reinado del Magnánimo”. La modernidad política valenciana del momento la resume Furió con una idea: “La Generalitat valenciana tenía una fórmula de parlamentarismo y constitucionalismo más parecida al mundo anglosajón que a las monarquías de Francia y Castilla”.
El contexto económico y político sentó las bases para la eclosión de la cultura. Fue promocionada por el Magnánimo fundamentalmente en Nápoles recuperando los clásicos latinos y promocionando el humanismo al estilo italiano, es decir en latín. En cambio, buena parte de todos los jóvenes caballeros que acompañaron al joven rey en sus campañas mediterráneas (no fueron pocos los valencianos) “continuaron y aumentaron considerablemente sus prácticas escriturarias en catalán en forma de cronicones, dietarios, poemas líricos y épicos, literatura erótica y costumbrista de la época, desatándose una práctica por la escritura personal absolutamente desconocida hasta entonces”.
En este contexto se produjo la ebullición de la cultura en València. Nunca la lengua de catalanes y valencianos alcanzó tal prestigio más allá de las fronteras de la Corona de Aragón (en Roma y en Nápoles se hablaba catalán para desarrollar las gestiones políticas internacionales). Ausiàs March, que fue compañero de armas del monarca, escribió sus versos en esta época y más tarde, redescubierto, se convirtió en poeta universal en catalán. Este estuvo casado con una hermana de Joanot Martorell, otro referente indiscutible del momento, autor del Tirant lo Blanch, el libro de caballerías que fue salvado de las llamas por el cura y amigo de Alonso Quijano, el Quijote. La lista de autores es larga, y todos escribían en lengua propia. Isabel de Villena, Jaume Roig, Joan Roís de Corella, Pere March, Bernat Fenollar o Jordi de Sant Jordi fueron protagonistas de un periodo único en una Valencia que fue una de las ciudades más atractivas de Europa. En el XVI llegó el declive, pero esa es otra historia.