els Montcada
En el año del bicentenario de la muerte de Byron, rescatamos la vida de un personaje a quien el peta conoció en Italia y que pertenecía a la familia de los Montcada, el linaje de nobles catalanes
Hace diez años viví en la calle de la Reina Elisenda de Montcada, en la parte alta de Barcelona. Me sedujeron su serenidad y su frescura en las noches de verano, lejos del frenesí de la Rambla y el calor húmedo que se va sintiendo a medida que la Via Augusta avanza hacia la parte baja de la ciudad. El monasterio de Pedralbes era mi escenario favorito para poner la mente en blanco. En absoluto silencio, observaba con detenimiento las nervaduras de la bóveda de su iglesia; reparaba en los escudos del ábside y del interior de las capillas, que reafirmaban, con su repetición, el poder de este linaje de nobles que construyeron los cimientos de la historia moderna de Catalunya, desde el siglo XII.
Hace unos meses comencé una investigación para comisariar una exposición en Ciudad de México, sobre los condes de San Mateo Valparaíso, una prominente familia de la nobleza novohispana y dueña de una fortuna sin parangón en el continente americano del siglo XVIII. Apenas abrir el primer libro que consulté, apareció, a todo color, el mismo escudo de la casa de Montcada que adorna el ábside de la capilla de la iglesia de Pedralbes.
Pedro de Moncada y Branciforte nació en 1739 en Palermo [Al día de hoy, solo existen dos estudios serios sobre este personaje; uno hecho por María Eugenia Ponce Alcocer, de la Universidad Iberoamericana y, recientemente, el de Mariana López Hernández, de la Universidad Nacional Autónoma de México.] Su linaje proviene directamente de Jaime II de Aragón y de la reina Elisenda, así como de la rama siciliana que expandió sus territorios y fue sumando títulos a su ya laureada casa. Los Montcada se ganaron un lugar en la historia por haber sido, durante siglos, los senescales de Catalunya, caballeros que acompañaban al rey en sus campañas y lo representaban en su ausencia. Tanto Carlos I como Felipe II refrendaron y otorgaron perpetuidad a ese honroso título, por lo que Pedro lo debió haber ostentado hasta su muerte.
Poco se sabe de sus primeros años de vida, pero lo interesante comienza el día que desembarcó en la Nueva España, en noviembre de 1764. A su llegada, inmediatamente fue observado por la Inquisición, sin un minuto de tregua, pues tras el rutinario escrutinio, se le encontraron en su equipaje unos cuantos libros prohibidos, que serían motivo de disputa en los años por venir. Algunos autores eran Newton, Voltaire y el muy odiado por la Iglesia católica, médico y filósofo galo, Julien Offray de la Mettrie. Sin embargo, su investidura militar lo eximía de sufrir el brazo duro del Santo Oficio.
Pedro de Moncada era miembro de la prestigiosa Orden de San Juan de Jerusalén, como lo revela la Cruz de Malta que porta en el único y misterioso retrato conocido de él. Fue también capitán de caballería del ejército real y, por iniciativa propia, pidió su traslado a tierras americanas, en donde se le encomendó la creación del Regimiento de Dragones, un cuerpo de élite que le dio brío a su altivez. Con la confianza que le conferían su antigua nobleza, su ascendente carrera militar y sus ocho baronías, entre las que se encontraban Tortosa, Tarragona y Llobregat y Reixac en Barcelona, dio el primer paso para cortejar nada más y nada menos que a Mariana de Berrio y de la Campa y Cos, la heredera de los acaudalados condes de Valparaíso y marqueses del Jaral de Berrio.
Pedro era, por decir lo menos, un hombre poco agraciado a la vista, mientras que Mariana, si su único retrato no miente, poseía la belleza y frescura de la juventud. El marqués de Moncada sabía de la inmensa fortuna de los condes de Valparaíso, así es que no dudó en pedir la mano de Mariana a su padre, don Miguel de Berrio, quien lo aceptó como yerno, para sorpresa nuestra, pero no para la del público de aquel entonces. Pedro era un tipo con finos modales, elegante, seguro de sí mismo y de su investidura, adornada con su exquisita educación: hablaba varios idiomas, podía mantener una álgida conversación sobre política, era aficionado a las bellas artes y poseía el gusto de la antigua aristocracia por la erudición en materias tan diversas como ciencias exactas y filosofía moral.
Don Miguel de Berrio compartía con el coronel Moncada varias aficiones, entre ellas, la música y las bellas artes. El conde de Berrio fue uno de los coleccionistas de instrumentos musicales más importante de su época, posiblemente en todo el mundo. Su colección de partituras, entre las que se encontraban autores como Bach, Albinoni, Corelli, Haydn, Pla, Pallavicini o Ignacio de Jerusalén, no tenía parangón. Era, además, mecenas de los músicos que llegaban desde Italia directamente a la Catedral Metropolitana de México como maestros ex profeso, pero este los fichaba –y los convencía, con un competitivo sueldo – para tocar en los saraos privados que celebraba en su palacio del centro de la capital mexicana.
La fortuna de los Moncada había mermado considerablemente con el tiempo, aunado a los vicios de algunos de sus descendientes, como fue el caso de Pedro. Pero a don Miguel de Berrio, a quien hacía poco se le había otorgado el título de marqués, no le venía mal sumar a su casa el apellido de una antigua estirpe de nobles catalanes y sicilianos, así es que, con la inmensa fortuna que le fue otorgada en dote a Moncada, el matrimonio entre el coronel, de 29, y Mariana, de 15 años, se celebró un 6 de enero de 1786.
Para sellar esta unión, el regalo de bodas de don Miguel y de su esposa, Ana María de la Campa, fue un espléndido palacio, a un par de calles del suyo, que luego fue conocido como el Palacio de Moncada. La ornamentación de su fachada tiene detalles en piedra, elegidos por el propio marqués, que representan escenas de la mitología griega, una materia que dominaba. No obstante, la pareja disfrutó muy poco tiempo de su lujoso hogar, pues tras las dilatadas ausencias de su marido –entre Palermo y La Habana–, Mariana decidió irse a vivir con sus padres al también majestuoso palacio de los condes de Valparaíso, donde crió a sus hijos, Juan Nepomuceno y María Guadalupe.
Diecinueve años y tres hijos después, ella solicitó el divorcio a las autoridades eclesiásticas. Después de bochornosas riñas públicas y acusaciones mutuas de adulterio e, incluso, de asesinato, el matrimonio se anuló, para sorpresa de la sociedad dieciochesca. Moncada alzó la voz al describir lastimosamente “las crueles injusticias que he padecido desde que me casé, de un hijo que esta mujer me ha matado [Adeodato Moncada murió a los nueve años], de repetidos venenos con que ha intentado quitarme la vida […]”. Aquel divorcio fue un hito y un escándalo al mismo tiempo.
El largo y desgastante proceso de divorcio, que duró un cuarto de siglo, le pasaron factura al coronel, quien pidió licencia para irse a España, argumentando problemas de salud, no sin antes advertir que se llevaría a sus hijos, ante lo cual, los abuelos Miguel y Ana María hicieron uso de sus privilegios para intervenir ante el propio virrey. El divorcio falló a favor de Mariana y los hijos se quedaron en la Nueva España, en donde también hicieron historia, a su modo.
Juan Nepomuceno Moncada siguió los pasos de su padre en las armas y participó en la independencia de México, aunque tuvo una ambigua y cuestionable posición entre insurgentes y realistas. Terminó por prestarle su palacio al primer emperador, Agustín de Iturbide, borrando su apellido de la historia urbana de la ciudad, pues el Palacio de Moncada se convirtió en el Palacio de Iturbide.
El de María Guadalupe Moncada es un caso mucho más afortunado en todo sentido. Desde pequeña, se le instruyó en el arte del dibujo y la pintura y llegó a ser directora honoraria de ese ramo en la Real Academia de San Carlos. Es autora de la primera pintura firmada por ella misma, con su nombre de soltera, reiterando su autoría, incluyendo la palabra fecit, que solo se había reservado para el gremio de pintores.
Pedro de Moncada fue el padre de la primera mujer pintora que se asumió como tal en el virreinato más importante, en un mundo de autores exclusivamente masculinos. Aunque la relación padre e hija no era precisamente buena, la influencia de Pedro en la educación de sus hijos es indudable.
El 4 de mayo de 1773, el mismo día en el que el coronel se embarcó en la fragata La Perla rumbo a Europa, la Inquisición había decidido procesarle, pero nuevamente escapó, como el día en el que llegó a las tierras que marcaron su turbulenta vida. Después de haber sido exiliado de España y de Sicilia por expresar sus ideas liberales, eligió como destino final una villa entre Padua y Venecia.
En el equipaje que le revisaron antes de salir, llevaba cuatro textos escritos por él mismo: una traducción de Newton, dos ensayos dedicados a su hijo, Juan Nepomuceno, y un tratado sobre cómo domar las pasiones del alma, el único cuyo paradero se desconoce. A manera de prólogo, los ensayos que escribió para su hijo tienen un sentido mensaje que versa así: “Yo no escribo para agradar al público, son para ser útil a tu instrucción […] mis deseos, a pesar de la cruel situación en que me encuentro, son los más vivos, como son mis esfuerzos para proporcionarte la mejor educación posible”.
⁄ Pedro de Moncada aparece mencionado en la correspondencia entre lord Byron y su editor, John Murray
En uno de los ensayos, su Tratado de Philosphia Moral hace un repaso por las civilizaciones antiguas, trazando una línea entre sus preceptos morales para demostrar su similitud; en el segundo ensayo, introduce a los filósofos griegos y romanos que han tratado el tema de la moral y hace una reflexión sobre la pertinencia de sus preceptos. En ambos textos, Moncada pone de manifiesto su erudición y un sofisticado uso del pensamiento crítico, muy moderno para la época, como la educación que pretendió para sus hijos.
María Guadalupe continuó su carrera artística y realizó un viaje por Europa durante varios meses, en el que, casi con seguridad, visitó a su padre y pasó una larga temporada en el Museo del Prado, posiblemente como copista, una actividad común entre los artistas durante todo el siglo XIX. Existen por lo menos tres pinturas de su autoría de las que se tiene noticia; una de ellas figura en la colección de la Accademia di Belle Arti di Venezia; una Virgen de Guadalupe –la obra que firmó con su nombre–; y un autorretrato, anteriormente atribuido a Francisco de Goya por la similitud de su pincelada y recientemente adquirido en una subasta por el Banco Nacional de México, estos dos últimos de su colección. Ese autorretrato fue el motivo de la exposición Yo, María Guadalupe, pintora, vuelvo a casa que tuvo lugar en el palacio que fuera la casa familiar de los condes -hoy museo y centro cultural Foro Valparaíso- en el corazón de la capital mexicana.
El registro inquisitorial del contenido del equipaje de Pedro de Moncada fue la última noticia que se tiene de él por muchos años, hasta que, fortuitamente, apareció mencionado en la correspondencia entre lord Byron y su editor, John Murray. En una carta fechada el 15 de noviembre de 1817, Byron escribe:
“¿Recuerda mi mención, hace algunos meses, del marqués de Moncada –un distinguido español octogenario, mi vecino en La Mira? Bueno, hace unas seis semanas, se enamoró de una chica veneciana de familia, y sin fortuna ni carácter; la llevó a su mansión, se peleó con los que fueron sus amigos por darle consejo (excepto conmigo, pues yo no le di ninguno) e instaló a su actual concubina y futura esposa y amante, de él y de su mobiliario. Al final de un mes, durante el cual degradó su salud todo lo que pudo, él descubrió, a través de unas cartas, que ella mantenía una relación con un antiguo guardia y, después de estar a punto de estrangularla, la echó de la casa, ante el gran escándalo de la ciudad y con tal prodigioso estilo, que ha ocupado todos los canales y los cafés en Venecia. Él dijo que ella quería envenenarlo; y ella dice –solo Dios sabe qué; pero entre los dos han hecho un gran escándalo.”
A sus 78 años, con cientos de anécdotas por contar, pero una intolerancia que le valió la animadversión de sus amistades, Pedro se había establecido en aquel paraje veneciano por su cercanía con la finca familiar que todavía tenían en Livorno. Lo curioso es que terminó siendo vecino del escritor inglés; parece que el marqués no le pasó desapercibido, pues Byron lo inmortalizó, dos años después de la carta que le escribe a Murray, en el canto XXIV de su Don Juan.
⁄ El poeta inglés coincidió con el marqués en Italia, a donde el militar regresó tras pasar buena parte de su vida en México
Emociona imaginar las veladas que pasaron conversando ambos personajes en un una escena que bien podría ser parte de una novela o una película, en la que las vidas de ambos se encuentran por casualidad, a pesar de lo diferentes que fueron sus caminos. Moncada llamó la atención de lord Byron porque era un hombre que fascinaba por su complejidad. No cabe duda de que fue un tipo atribulado por sus propias pasiones, tan sofisticadas como terrenales: la cultura, el conocimiento, el pensamiento crítico, las armas; el Caribe y las mujeres. Seduce también el misterio detrás de su personalidad y los rastros que dejó en tantas ciudades, en ambos lados del Atlántico, como si se tratara de piezas de un rompecabezas que hay que armar para comprender la importancia de su legado, el cual, aunque nunca lo supo, ha trascendido siglos y continentes.
En Ciudad de México, el Palacio de Moncada, actualmente Palacio de Cultura Citibanamex, no sólo lleva su nombre sino su firma, pues fue construido enteramente a su gusto. Y, recientemente, la adquisición del autorretrato de su hija, María Guadalupe Moncada y Berrio, también reafirma su presencia en estas tierras. En Barcelona, dos edificaciones vivas recuerdan el legado de esta familia: el Monasterio de Pedralbes, con sus escudos de la casa de Moncada, y la antigua Casa Gralla, en la calle de Portaferrissa –hoy, una tienda de ropa vintage– la cual fue sede del archivo de las familias Moncada Aytona.
Nunca pensé volverme a encontrar, cara a cara, con un miembro de la familia que le dio nombre a la calle que recorría cada día, hace tantos años, pero la historia nos recuerda que vivimos en un vórtice de acontecimientos que regresan una y otra vez. Es cuestión de prestar atención a los detalles.
Berenice Pardo Hernández es historiadora del Arte, escritora y editora