*Discurso sobre la servidumbre voluntaria*, Étienne de la Boétie (II/II)
(cont.)
Jenofonte, historiador circunspecto y que ocupa el primer lugar entre los griegos, compuso un tratado en el cual introduce a Simónides hablando con Hierón, rey de Siracusa, sobre las miserias del tirano; obra llena de útiles y sólidas demostraciones y en la que sobresale cierta gracia particular. ¡Ojalá que los tiranos de todos los siglos la hubieran tenido presente y se la hubieran puesto ante los ojos como con un espejo! en la fealdad de sus pecas, hubieran reconocido el oprobio de su conducta. En este tratado describe Jenofonte los remordimientos que devoran a los tiranos que al perjudicar a todos; a todos deben temer. Entre otras cosas refiere que los reyes malos se valen comúnmente de tropas extranjeras y mercenarias, porque no se atreven a poner las armas en manos de aquellos a quienes han injuriado. (No han faltado empero, buenos reyes, que en ciertos casos se han valido de extranjeros asalariados para economizar la sangre de sus súbditos, afianzados en la máxima de que debe prodigarse el dinero con tal de conservar la vida de sus gobernados. Escipión el africano prefería salvar la vida a un solo ciudadano a derrotar cien enemigos). Más el tirano no cree asegurado su trono mientras tenga un solo súbdito de cuyas virtudes y valor pueda recelar. Y así con razón se le puede aplicar lo que Traso en Terencio echa en cara al conductor de los elefantes: "Por eso, tan valiente como fueras, te encargan el criado de las fieras".
A este maquiavélico recurso de embrutecer a sus súbditos apeló también Ciro contra los lidios, cuando se apoderó de Sardes su capital, rindió a Creso, su rico rey, y se lo llevó cautivo. Dijéronle un día que los sardenses se habían sublevado. Pronto quedaron sujetos, bajo su mano. Pero no queriendo recurrir al saqueo de tan bella ciudad, ni al mantenimiento de una guarnición numerosa; por medios menos violentos y más seguros consiguió esclavizarles. Estableció burdeles, abrió tabernas, ordenó juegos públicos y destinó premios a cuantos inventasen deleites nuevos. Estas medidas llenaror de tal manera las miras del tirano, que no tuvo ya necesidad de desenvainar otra vez la espada contra los lidios, quienes en muy poco tiempo se divirtieron inventando toda clase de juegos, hasta el punto que de la palabra Lidi sacaron Ludí los latinos, que equivale entre nosotros a la palabra pasatiempo, para recordar a la posteridad la antigua capital de los lidios. cierto que no todos los tiranos han declarado tan explícitamente como Ciro sus deseos de afeminar y pervertir a sus vasallos; pero también lo es que casi todos han recurrido siempre a tan maquiavélica táctica aunque no lo hayan declarada expresamente. En verdad, que esto es conocer el carácter del populacho, y por desgracia la clase más numerosa fácilmente sospecha de los que le aman, al paso que se entrega con la mayor sencillez al que le engaña. No es tan fácil el pájaro en dejarse coger por el reclamo, ni el pez en caer al anzuelo como lo es el pueblo en dejarse seducir; maravilla ver cuán pronto se dejan ir al menor halago que se les dispense. Teatros, juegos, farsas, espectáculos, gladiadores, animales extraños, medallas, cuadros, etc, fueron para los pueblos antiguos los incentivos de la esclavitud, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía. Alucinados los pueblos, cebados en pasatiempos frívolos y hechizados por vanos placeres, se acostumbraron paulatinamente a ser esclavos con mas facilidad pero peor, como los niños que aprenden a leer por el atractivo de las estampas que contiene el libro. Los tiranos de Roma apelaron también a otro recurso, cual fué multiplicar las decurias públicas, donde se entregaban a los excesos de la gula: el romano más prevenido no hubiera dejado su taza de sopa a cambio de la libertad de la república de Platón. En las frecuentes distribuciones de trigo, de vino y hasta de dinero, contestaba el pueblo con descompasados gritos de ¡Viva el Rey! ¡Imbéciles! No se daban cuenta de que con aquella falsa generosidad no hacían más que recobrar una mínima parte de lo suyo y que el tirano no se lo hubiera podido dar si antes no se lo hubiera usurpado. Hombre había que recibiendo hoy un sestercio y hartándose en los-festines públicos hasta más no poder, bendecía la generosidad de Tiberio y Nerón sin reparar que al día siguiente se vería en la dura precisión de abandonar sus bienes, sus hijas y hasta su propia sangre a la avaricia, a la lujuria y a la crueldad de aquellos soberbios emperadores, cuyos atentados sufría sin prorrumpir en la menor queja. El populacho siempre es el mismo: se entrega con pasión a los placeres que no puede disfrutar sin comprometer la dignidad de su ser, y es insensible al daño y al dolor que no puede soportar sin envilecerse. ¡Quién no se extremece todavía al oir el nombre de Nerón, monstruo feroz que se complacía en derramar la sangre de los hombres! Con todo, después de su muerte, tan abominable como su vida, el noble pueblo romano tuvo tal disgusto al acordarse de las fiestas y banquetes que perdía, que nada le hubiera costado vestirse de luto en prueba de su dolor. Así lo ha escrito Cornelio Tácito, autor grave y fidedigno si los hay; mas nada debe extrafiarse de un pueblo que practicó otro tanto en honor de Julio César, cuyo mérito tan solo consistía en una humanidad calculada y egoísta, bajo cuya sombra invadió las leyes y la libertad. Y en verdad que su venenosa dulzura fue más perjudicial y terrible para el pueblo romano que no lo hubiera sido la crueldad del mayor de los tiranos, porque con ella ocultó la amargura de la esclavitud. Mas a este pueblo le parecía gustar aún de sus banquetes y gozar de sus prodigalidades; así que se apresuraron arecoger sus cenizas y a levantarle una columna como padre de la Patria (así lo decía la inscripción); dispensándole los honores que a ningún hombre habría dado salvo a sus asesinos.
Tampoco olvidaron los emperadores romanos el apropiarse del título de Tribuno del pueblo, ya porque este cargo era mirado como santo y sagrado, ya porque se habla establecido en defensa y protección del pueblo; por este medio se aseguraban la confianza de los romanos, como si bastara con oir el nombre sin percibir los efectos.
No son menos perjudiciales hoy en día los que cometen toda clase de daños a la sombra de las frases lisonjeras de bien común y felicidad pública, halagando con ello al pueblo. A esto se llamarla engañar con finura, si pudiera haberla en donde domina el descaro. Los reyes asirios y medos raras veces se presentaban en público, formándose la idea de que no siendo vistos del populacho, llegaría éste a tenerlos por algo más de lo que eran; ocupando de este modo la imaginación del vulgo, que creía tanto más en cuanto la vista. no podía enjuiciar. Y as! es como tantas naciones que estuvieron bajo el dominio de los reyes de Asiria, se acostumbraron con este misterio a una servidumbre voluntaria, al no saber qué dueño tenían y averiguando dificilmente si realmente lo tenían; venerando todos con respeto sagrado a un soberano que nadie habla visto. Los primeros reyes de Egipto no se presentaban jamás en público sin llevar un ramo o una luz en la cabeza, enmascarándose as! y haciendo el payaso, y con la rareza de la cosa excitaban el respeto y la veneración de sus vasallos; ya que unas gentes menos ignorantes y serviles, no hubieran dejado de mirarlo como un pasatiempo digno tan solo de provocar la risa. Causa compasión, en verdad , oir hablar de cuantos arbitrios y ridiculeces se valieron los tiranos para consolidar su tiranía; valiéndose de tantos pequeños medios, sabiendo que trataban con unos pueblos tan ignorantes y estúpidos que, por mal que se les tendiera el cebo, caían en él, siendo más fácilmente engañado y sujetado cuanto más se burlaban de él.
¿Y qué diremos de otra patraña adoptada también por los pueblos antiguos como moneda corriente, cual fue el creer firmemente que el dedo pulgar de un pie de Pirro, rey de los epirotas, tenía la virtud de hacer milagros y en particular de sanar a los enfermos? Y aún para acreditar más el cuento fingieron que después de quemado el cadáver se habla encontrado el dedo ileso entre las cenizas, respetado de la voracidad de las llamas. Así es como el, pueblo estúpido cree con fe las mentiras que él mismo se ha forjado. Muchos autores lo afirman de un modo que salta a la vista que sólo han recogido los rumores de la calle. Al regresar Vespasiano de Asiria, y al pasar por Alejandría en dirección a Roma para tomar posesión del imperio, obró muchos prodigios, como enderezar cojos, dar vista a los ciegos y otras mil cosas que para ser creídas se necesitaba ser más ciego que los que suponían curados. Y hasta los mismos tiranos no han podido menos de admirarse de la facilidad con que los hombres podían soportar a un hombre que les perjudicara. Querían ampararse con la religión y, si era posible, tomar prestada alguna muestra de divinidad para el mantenimiento de su malvada vida. As!, Salmoneo está sufriendo los horrores del Averno, según la Sibila de Virgilio, por haberse burlado de la credulidad del vulgo queriendo representar la persona del padre de los dioses.
De Salmoneo ví la empresa brava; De fogosos caballos sostenido, Los honores divinos usurpaba Y ser del rayo autor finge atrevido: El trueno y vientos imitar pensaba, Y de horroroso estruendo precedido Con el fuego terror diseminaba, De las Ciudades griegas fué temido. Mas de una nube el Padre omnipotente Un rayo le arrojó, y en el Averno Hundióse carro y dios, y el imprudente Sufre amargo dolor y llanto eterno.
Burlóse de los pueblos, y al momento.
A la burla siguió fiero tormento. (2)
Si éste es el castigo fulminado contra el estúpido que abusó de la credulidad pública ¿cuál deberá ser la suerte de aquéllos que han abusado de la religión para autorizar sus embustes
Asimismo, los reyes de Francia inventaron los sapos, flores de lis, la ampolla y el oriflama. Por mi parte, no dudo que ha habido monarcas buenos en la paz y esforzados en la guerra que, aunque nacidos reyes, no parecen hechos por la naturaleza como los demás, sino escogidos antes de nacer por el Todopoderoso para el gobierno y conservación de este reino. Tampoco pondré en duda la verdad de nuestras historias, para no defraudar a la poesía francesa, hoy no sólo mejorada sino como renacida gracias a Ronsard, Baif, Du Bellay, que tanto han hecho avanzar el idioma, que espero que pronto los griegos y latinos nos superarán tan sólo en antigüedad Y perjudicaría ciertamente a nuestra rima quitándoles ahora esos bellos cuentos del rey Clodoveo en los que con tanta gracia se inspira nuestro Ronsard en su Franciada; presiento su alcance, conozco su agudeza y sé su gracia; tratará del oriflama como los romanos de sus "escudos caídos del cielo" que decía Virgilio, de nuestra ampolla como los atenienses del cesto de Erisícton; de nuestras armas como ellos de su olivo que aún dicen mantener en la torre de Minerva. Sería ciertamente temerario desmentir nuestros libros y pisar el terreno a nuestros poetas. Pero volviendo a nuestro tema ¿olvidaremos que casi siempre los tiranos se han esforzado en inclinar al pueblo a la obediencia y a la servidumbre e incluso a la falsa devoción? Este sistema que enseña a la gente a someterse de grado, apenas sirve a los tiranos, salvo para el populacho. Llego ahora a un punto que es, a mi parecer el principal secreto y resorte de la dominación, el más grande apoyo y fundamento de la tiranía. El que cree que las alabardas y los esbirros salvan a los tiranos, en mi concepto se equivoca grandemente; se sirven de ello más bien como formalidad y espantajo que por la confianza que tengan en ellos. Los arqueros podrán impedir la entrada de los palacios a los inexpertos y pusilánimes; pero no la impedirán a los que saben abrirse paso por en medio de las armas. Más emperadores romanos fueron víctimas de sus mismos guardias que salvados por ellos; las masas armadas son las menos a propósito para defender un tirano. A primera vista parecerá esto casi increíble pero así sucede en realidad. Cinco o seis son a lo más los que conservan al tirano en su poder y al país en esclavitud; adulan al primero y le allanan el camino de las crueldades; le acompañan en sus placeres,. le facilitan los medios de saciar sus licenciosos apetitos y participan de sus rapiñas. Y estos tales dominan de tal modo a su jefe, que le obligan a autorizar hasta sus propias maldades. Como les es fácil hacerse prosélitos, buscan a quinientos o seiscientos que imiten en ellos la misma táctica que observan en su soberano. Estos seiscientos tienen bajo sus órdenes a más de seis mil ahijados, que colocados en los destinos superiores de las provincias, o en la administración de los fondos públicos se dan la mano para su codicia y crueldad; excitándoles al propio tiempo a que hagan todo el mal que puedan, a fin de que se comprometan en tales términos que no les sea posible medrar sino bajo su sombra, ni evadirse de la justicia sino recurriendo a la protección de sus favorecedores. El que pretenda desenvolver esta madeja, verá que seis mil, y aún cien mil y millones, concurren de acuerdo, formando una cadena ininterrumpida que da fuerza al tirano, el cual les arrastra en pos de sí como Júpiter a los demás dioses, según la pintura de Homero. De aquí tomó origen el aumento del poder del Senado bajo el imperio de Julio César, el establecimiento de nuevos destinos y el nombramiento de empleados, no con el objeto de reformar la administración de la Justicia, sino para robustecer la tiranía. En suma, los favores y beneficios que prodigan los tiranos se dirigen únicamente a aumentar el número de quienes consideran provechosa la tiranía, en términos que pueda rivalizar con el de los amantes de la Libertad. Del mismo modo que en el cuerpo humano, dicen los médicos que si se forma un tumor se reúnen en él los humores venenosos y lo entumecen, del mismo modo en el cuerpo político, cuando un rey se erige en tirano, toda la hez del pueblo y aún aquellos que son incapaces de distinguir el bien del mal, se les reúnen; y no digo un puñado de ladronzuelos que poco mal o bien pueden hacer en un país, sino los ambiciosos y avaros que se amalgaman alrededor de él y le sostienen para participar del botín y constituirse ellos mismos en tiranos subalternos. En esto imitan a las cuadrillas de ladrones y piratas: los unos van a la descubierta del país mientras que los otros persiguen a los viajeros; los unos esperan emboscados mientras que los otros están al acecho; los unos matan, los otros despojan cuanto se les presenta; y aunque entre ellos hay también preeminencias y unos son jefes y otros subordina subordinados, con todo no queda nadie sin participar del botín o por lo menos del reparto. Refiérese que los piratas cilicianos, no sólo se juntaron en tan gran número que fue menester enviar contra ellos a Pompeyo el Grande, sino que consiguieron contraer alianzas con poderosas ciudades en cuyos puertos pudieran guarecerse al regreso de sus correrías, protección con hacerlas partícipes del fruto de sus piraterías.
Así el tirano sojuzga a unos súbditos por medio de otros y está custodiado por aquellos de quienes más debería preservarse si algo valiesen; pero es antiguo refrán que para partir leña se necesitan cuñas de madera. He aquí lo que son los arqueros, los guardias y los alabarderos. No que ellos mismos no sufran a veces con los furores del tirano. Perol abandonados de Dios y de los hombres, saben soportar vilmente los ataques, con tal de poder vengarse no contra el opresor común sino contra los desvalidos que están condenados a sufrir el yugo como ellos y ya no pueden más. No sé si admirar más su maldad o su sandez; porque a decir verdad el acercarse al tirano es apartarse de la libertad natural, y por así decirlo, abrazar voluntariamente y con ahínco la esclavitud. Prescindan por un momento de su ambición, descártense de su avaricia, contémplense así mismos, y verán mal que les pese, que los labradores y los aldeanos a quienes tratan como galeotes o esclavos, a pesar de ser tan mal tratados, son incomparablemente más felices, porque son más libres. El campesino o el artesano, por avasallados que estén, viven tranquilos cumpliendo con aquello que se les manda; pero no sucede así con los que rodean y sirven a un tirano; su felicidad no consiste en otra cosa que en mendigar sus favores. Y no basta que cumplan con lo que les prescribe su ídolo: tienen que pensar como él quiere y a menudo, para satisfacerle, anticiparse a sus deseos. No contentándose con ser obedecido y complacido, exige además el tirano 1 que sus favoritos se atormenten mutuamente; que encorven su existencia al peso de sus negocios; que se complazcan en lo que a él le place, que les sacrifiquen sus despojen hasta de sus afectos naturales. Exige que atiendan sin distracción sus palabras, su voz, sus signos y sus ojos; que no tengan ni vista, ni pies, ni manos; que se hallen siempre dispuestos a escudriñar su voluntad y a adivinar sus pensamientos. ¿Y esto es ser feliz? ¿A esto se le llama vivir? ¿Hay en el mundo una cosa más insoportable, no digo precisamente para un hombre de mediano saber, sino hasta para cualquiera que conserve un ápice de sentido común o de apariencia de razón? ¿Puede darse condición más miserable que no poseer cosa propia, dependiendo únicamente del capricho de otro la conservación, la libertad y aún la vida?
Pero prefieren servir para acumular tesoros, como si les fuera permitido adquirir nada para sí, cuando no pueden decir que sean dueños de sí mismos; como si nadie pudiera tener nada propio bajo un tirano. Pretenden apropiarse bienes, sin acordarse que ellos mismos prestan la fuerza al déspota que lo arrebata todo a todos, sin dejar nada que pueda decirse que sea de nadie. No consideran que aquel mismo fruto de sus usurpaciones es el aliciente más peligroso para que un día ejerza el tirano con ellos su natural fiereza, y que el tener algo es un crimen digno de muerte para aquel a cuyas pasiones no bastan todas las riquezas a saciarlas, para quien siempre ataca con preferencia a los ricos, y se le presentan como el cordero a su matador con una gordura que es aún objeto de su regocijo. Esos favoritos no deberían acordarse tanto de aquellos que adquirieron muchos bienes sirviendo a los tiranos, sino de los que, perdieron en un momento todas sus riquezas y aún la vida. No deben mirar como tantos adquirieron sus bienes, sino cuán pocos los que han sabido conservar. Léanse las historias antiguas y modernas y se verá el sinnúmero de infelices que, habiéndose proporcionado por medios infames el valimiento de los príncipes y cooperado en sus maldades, 0 abusado de su negligencia, han sido después aniquilados por ellos mismos; quienes fueron tan inconstantes en conservarlos como débiles se habían manifestado en elevarlos. Pocos son los validos, por no decir ninguno, que, después de haber sostenido el despotismo de los reyes, no hayan experimentado más tarde en ellos mismos los efectos de la crueldad que muchas veces habían excitado contra los demás; enriquecidos la mayor parte a la sombra de su favor y con despojos ajenos, a su vez han sido también despojados del fruto de sus rapiñas para enriquecer a nuevos favoritos.
Aún los que son hombres de bien, si alguno puede haber entre los cortesanos de un tirano, por más que disfruten de su favor, por más que reluzca en ellos la virtud y la entereza, que hasta a los más malvados les inspira respeto en viéndola de cerca; pero como digo los hombres de bien poco pueden durar, han de darse cuenta del mal común y experimentar en ellos la tiranía. Séneca, Burrus y Trázeas, tres hombres igualmente virtuosos que por una fatalidad de su estrella llegaron al manejo de los negocios públicos y a merecer la confianza de un tirano, estimados por él y afiadiendo que uno de ellos le había cuidado en su infancia, los tres son suficiente, testimonios, por su muerte cruel, de cuán poco hay que fiar en el favor de los malos príncipes. Y en verdad, ¿qué amistad hay que esperar de un corazón duro, que aborrece a su reino que a ciegas le obedece, y que por no saber hacerse amar, se empobrece y destruye a sí mismo?
Y si hay quien diga que Séneca, Burrus y Trázeas sufrieron tan dura suerte por no haber abandonado el camino de la virtud, que tienda la vista alrededor de los satélites de Nerón y verá que los favoritos cebados en la maldad tampoco duraron más. ¿Qué diremos pues de un afecto tan precario y de una amistad tan mal correspondida? ¿Qué hombre hubo más enamorado de su mujer que Nerón lo fue de Popea? Y no obstante la envenenó por su propia mano. Su madre Agripina había dado muerte a su marido Claudio a fin de que su hijo pudiera más pronto sustituirle ni reparó en crímenes ni en arrostrar las mayores dificultades; y con todo, este mismo hijo a quien había criado y elevado al trono, le quitó la vida, tras varias tentativas. Y aunque no hubo nadie que desaprobara tan justo castigo, sin embargo, excitó un horror general el saber que la cuchilla había sido descargada por su propio hijo emperador, por quien tanto había hecho. ¿Qué modelo pude presentarnos la antigüedad de un hombre más dócil, más sencillo, o por decirlo mejor, más bobo que el emperador Claudio? Ardía de amor por su mujer Mesalina, y no por eso dejó de entregarla a manos del verdugo. La ingenuidad sería el atributo de los tiranos si ésta consistiera en no saber hacer ningún bien. Ni sé cómo, en fin, para aplicar la crueldad, hasta hacia quienes les son próximos, por poco ánimo que tengan, éste se les desvela. Harto sabida es la expresión de Calígula, que contemplando un día el cuello desnudo de su mujer, a quien amaba entrañablemente, le dirigió estas palabras: "Tan hermoso cuello sería al momento cortado con sólo yo mandarlo". He aquí porque la mayor parte de los tiranos antiguos fueron asesinados por sus mismos favoritos, quienes conociendo la naturaleza de la tiranía, desconfiaban de la voluntad y del poder del tirano. Domiciano murió a manos de Stephanus; Cómodo fué asesinado por una de sus queridas; Antonino Caracalla por Macrin; y así sucesivamente casi todos los demás.
Tan cierto es que el tirano no estima ni es estimado. La amistad, este sentimiento sublime, cuyas dulzuras tan sólo conocen los hombres de bien, no se sostiene sino por el amor mutuo, y se alimenta no tanto con beneficios como por una recíproca correspondencia. La convicción que se tiene de la fidelidad de un amigo es el verdadero y sólo vínculo de la amistad: un bello natural, el desprendimiento y la constancia son sus fieles compañeros. La amistad jamás se hermana ni con la crueldad, ni con la deslealtad, ni con la injusticia; pues cuando los hombres malos se reúnen forman más bien un complot que una sociedad. No se sostienen entre sí sino-que se temen; no son amigos, sino cómplices.
Pero, aún cuando no mediaran estos inconvenientes, siempre será sumamente difícil el hallar amor seguro de un tirano. Elevado sobre la esfera de los demás y no teniendo compañeros, se encuentra ya más allá de los límites de la amistad cuya sede está en la igualdad. Por esto es que entre los ladrones reina la mejor armonía cuando tratan de repartirse el botín, porque todos se consideran iguales y compañeros, aunque no se amen y más bien se miren con cierta prevención, aunque no quieran aminorar su fuerza al desunirse. Pero los favoritos no pueden jamás estar seguros de la buena fe de un tirano, siempre superior a ellos, que desconoce derechos y deberes, que no tiene más ley que su capricho, y ningún compañero por ser dueño de todos. ¿Y no son dignos de compasión aquellos hombres, que a la vista de tantos ejemplos y peligros amenazantes no saben escarmentar en cabeza ajena? Entre tantos como rodean el solio de los tiranos no hay uno solo que tenga la previsión y el valor de decirles lo que, según la fábula dijo el zorro al león, que se fingía enfermo: "Mucho gusto tendría en visitar tu cueva; pero entre las muchas huellas de animales que se dirigen hacia allá, no he visto hasta ahora ninguna que indique haber salido de ella para regresar hacia su casa."
Estos miserables ven brillar los tesoros del tirano; recaban alucinados los rayos de su amistad, y deslumbrados con su resplandor, se acercan y se arrojaran a la llama que no puede dejar de consumirles. Así el sátiro indiscreto según la fábula, viendo relucir el fuego hallado por el sabio Prometeo, le pareció tan hermoso que fue a besarlo y se quemó. Así, la mariposa, que deseosa de gozar de algún placer se arroja al fuego por lo que reluce, y experimenta otra virtud: que quema, dice el poeta Lucano. Pero demos que los favoritos a fuerza de intrigas consigan librarse de las manos de su dueño: ¿podrán acaso sustraerse a las de su sucesor? Si éste es bueno, es regular que les exija estrecha cuenta de sus operaciones y manejos; si es malo y semejante a su predecesor, tendrá también sus favoritos que contentar, quienes no se satisfacen de sólo ocupar los primeros puestos, sino que también aspiran a los bienes y vidas de los que derribaron. ¿Y es posible que a pesar de tantos peligros y de tanta inseguridad, haya quien quiera servir a unos amos tan ingratos? ¡Oh Dios! ¿Puede darse mayor molestia y martirio que pasar día y noche discurriendo diferentes modos de agradar a un hombre a quien se teme más que al resto del mundo? Tener que estar siempre ojo alerta y atento el oído, para examinar por donde le vendrá el golpe que le amenaza, para descubrir los lazos que le rodean, para observar el semblante de sus compañeros; advertir quien le hace traición, sonreír a todos y temer a todos; no tener enemigos declarados que combatir ni amigos seguros con que contar; ocultando siempre, bajo un rostro risueño, un corazón apesadumbrado; sin nunca poder presentarse jovial ni tampoco estar triste. ¿Y cuál es el premio que debe esperar de una existencia tan azarosa y miserable? Hastiados los pueblos del mal que les agobia no acusan al tirano sino a sus consejeros. Que todo el mundo, desde los campesinos hasta el populacho, se complazca en publicar sus nombres, en detallar y exagerar sus vicios, y en prodigarles mil ultrajes, vilipendios y maldiciones. Todas las súplicas, todos los votos van dirigidos contra ellos; no hay desgracia, peste o hambre que no les sea atribuida; y si en ocasiones les fingen honores, los corazones del pueblo repugnan aquellas demostraciones, pues en aquel mismo instante son maldecidos y detestados como bestias feroces. He aquí toda la gloria y todo el honor que reciben de servir a un hombre que no pudiera compensar tantos trabajos e incomodidades, aún cuando cediese a sus privados una parte de su cuerpo. Mueren por fín, y las generaciones se apresuran a trasladar a la posteridad el nombre de estos Traga-pueblos ennegrecido con la tinta de mil plumas; volúmenes sin cuento destrozar su reputación; y hasta sus huesos, así decirlo corren por el fango de la por asi y posteridad, castigando tras su muerte su malvada vida.
Aprendamos pues, por fin, aprendamos a obrar bien; alcemos los ojos al cielo, ya sea por nuestro propio honor o por amor a la virtud, dirigiéndonos siempre al Todo-poderoso, testigo fiel de nuestras acciones y juez inexorable de nuestras faltas. No creo equivocarme si aseguro que no hay una cosa tan opuesta a Dios, todo liberal y pío, como la tiranía, y que su severa justicia tiene reservado en los abismos un castigo particular para los tiranos y sus cómplices.
FIN
(1) Iliad. Lib. II, vs. 204, 205
(2) Virgilio, Eneid. I, vs. 585 y sg.