Adam Smith
Adam Smith (1723-1790)
“La teoría de los sentimientos morales”
Adam Smith
ed. de Carlos Rodríguez Braun, Alianza, Madrid-2004. 596 pgs/12 euros.
“De nada le sirve al orgulloso e insensible terrateniente contemplar sus vastos campos y, sin pensar en las necesidades de sus semejantes, consumir imaginariamente él solo toda la cosecha que puedan rendir. Nunca como en su caso fue tan cierto el proverbio según el cual los ojos son más grandes que el estómago. La capacidad de su estómago no guarda proporción alguna con la inmensidad de sus deseos y no recibirá más que el del más modesto de los campesinos. Se verá obligado a distribuir el resto entre aquellos que preparan lo poco que él mismo consume, entre los que mantienen el palacio donde ese poco es consumido, entre los que le proveen y arreglan los diferentes oropeles empleados en la organización de la pompa. Todos ellos conseguirán así por su lujo y capricho una fracción de las cosas necesarias para la vida que en vano habrían esperado obtener de su humanidad o su justicia.”
Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla”. Así comienza “La teoría de los sentimientos morales” de Adam Smith, el primer libro del escocés, aparecido en 1759 como inicio de su proyecto intelectual, que continuaría en 1776 con “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”, el libro que le ha granjeado mayor fama por su justificación teórica del espíritu del capitalismo moderno.
Pese a que “La teoría de los sentimientos morales” no fue traducida al español hasta hace tan sólo siete años se trata de un libro esencial. Esencial para Smith, ya que, gracias a su gran éxito, le ofrecieron ser tutor del duque de Buccleugh y con él viajaría a Suiza y Francia, donde conocería a Voltaire, Turgot o el fisiócrata Quesnay. Pero también esencial para la configuración de sus ideas, ya que prefigura el sujeto liberal, cuyo interés propio beneficia a los demás.
El que hoy es visto como padre de la economía liberal en su tiempo era un filósofo moral, y esa cátedra ocupó en la Universidad de Glasgow. Smith formaba parte de la escuela de los sentimentalistas escoceses, para los que los sentimientos podían ser la guía moral de la vida. Esa escuela, como recuerda Carlos Rodríguez Braun, editor del libro, pretendía lograr en las ciencias sociales lo que Newton había logrado en las naturales: una teoría general que pudiera explicar todos los fenómenos. Así, para Smith, la psicología humana no estaba gobernada por el azar: los sentimientos humanos no son arbitrarios, sino que estamos “irresistiblemente sentenciados” a tener los sentimientos que tenemos, por lo que pueden ser nuestra guía moral.
Y por eso “La teoría de los sentimientos morales” arranca recordando que las personas no son meramente egoístas, sino que, por diversos motivos, se interesan por la fortuna de los demás. De no ser así, el mundo sería un infierno: sentimos lástima y compasión ante el sufrimiento ajeno. Pero Smith prefiere hablar de “simpatía”. La simpatía, dice, denota “nuestra compañía en el sentimiento ante cualquier pasión”. La simpatía no emerge de observar la felicidad o el sufrimiento de los otros, sino de la circunstancia que los causa. Nos ponemos en su lugar e imaginamos, imperfectamente, lo que sienten los otros en esa situación. De ahí, recuerda, viene el pavor a la muerte, “el gran veneno de la felicidad humana pero el gran freno ante la injusticia humana, que aflige y mortifica al individuo pero protege a la sociedad”.
Un ejemplo que muestra el papel de moderador social que Smith atribuye a los sentimientos: gracias a la simpatía, las personas se apartan de la tragedia a la que abocan las pulsiones pasionales. Por simpatía nos interesamos por la suerte del otro y aprobamos o no sus acciones, las valoramos como correctas o incorrectas, mirando la proporción que guardan con la causa que las origina.
Pero esa simpatía que sentimos hacia los demás, la buscamos en ellos también. El ser humano no es autosuficiente, necesita del amor del otro: “La parte principal de la felicidad humana estriba en la conciencia de ser querido”. “Los principales objetivos de la ambición y la emulación son merecer, conseguir y disfrutar del respeto y la admiración de los demás”, bien sea a través del saber, o de la acumulación de riquezas. La riqueza, dice, “es una superchería que despierta y mantiene en continuo movimiento la laboriosidad de los humanos”. Así, el interés propio promueve el progreso social. Los ricos, aún egoístas, al satisfacer sus caprichos alimentan a los obreros con su gasto.
Pero no se trata de que Smith crea en el egoísmo. Lo reprueba, y trata de conciliar los intereses individuales con los colectivos: el egoísmo, afirma, no es lo mismo que el amor propio, que puede ser un motivo virtuoso para actuar. Ese amor que busca el propio bien, ya que uno es quien mejor sabe cuidarse, pero que no quiere lesionar a los demás, queda limitado de caer en el egoísmo por la mirada de los otros que se crea dentro de nosotros mismos. La simpatía nos da un sentido de la corrección y la justicia que nos lleva a respetar los intereses ajenos aunque nadie nos obligue. Y este tipo de justicia, que no lesiona al prójimo, no por las reglas jurídicas sino por simpatía, es en la que cree Smith y fundamenta la sociedad liberal. Como escribe “en la carrera hacia la riqueza, los honores y las promociones, el hombre podrá correr con todas sus fuerzas, tensando cada nervio y cada músculo para dejar atrás a todos sus rivales. Pero si empuja o derriba a alguno, la indulgencia de los espectadores se esfuma. Se trata de una violación del juego limpio, que no podrán aceptar”.
Justo Barranco, lavanguardia, 02/05/2004.