*El liberalismo y sus desencantados*, Francis Fukuyama
Las virtudes perdidas del liberalismo.
En los últimos años se han ido retorciendo las principales nociones del liberalismo, afirma Francis Fukuyama en su nuevo libro. La derecha apostó por un individualismo extremo. La izquierda, por las políticas de la identidad. Hoy, los excesos de ambas partes son una amenaza para la democracia y la convivencia. Debemos recuperar las virtudes del liberalismo original
En los últimos años, los libros angloestadounidenses que advierten de las amenazas que sufre la democracia liberal se han convertido en un género en sí mismo. Anne Applebaum publicó el exitoso El ocaso de la democracia; Yascha Mounk, El pueblo contra la democracia; el politólogo inglés David Runciman escribió Así termina la democracia; los politólogos de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias; y el historiador Timothy Snyder, El camino hacia la no libertad. La lista es interminable.
El último en publicarse en castellano es El liberalismo y sus desencantados. Cómo defender y salvaguardar nuestras democracias liberales, de Francis Fukuyama (Deusto). Fukuyama es particularmente conocido, por supuesto, por El fin de la historia y el último hombre, un libro mucho más rico y profético de lo que hace pensar la rotundidad de su tesis principal. Sin embargo, tal vez su mayor obra sean los dos volúmenes Los orígenes del poder político y Orden y decadencia de la política, una historia de las instituciones políticas, desde la era previa a la aparición de los Estados hasta la globalización de la democracia, en los que intentaba ilustrar no solo la evolución de las formas de organización política, sino por qué algunas funcionan y otras no.
Fukuyama los escribió en los años posteriores a la crisis financiera, cuando existía cierto consenso acerca de la primacía de las instituciones sobre cualquier otro elemento político. Esa idea no ha desaparecido del todo en su nuevo libro, pero como en varios de los antes mencionados, su principal preocupación ahora son, de manera más general, las ideas políticas que sostienen una democracia. ¿Por qué en los últimos años se han ido retorciendo las principales nociones del liberalismo —se pregunta— hasta el punto de hacerlo casi irreconocible y poner en peligro su supervivencia?
El libro arranca con un repaso didáctico de los orígenes y los principios básicos del liberalismo. “El liberalismo clásico —dice—, es un gran paraguas bajo el que se cobija una amplia gama de posicionamientos políticos que, no obstante, coinciden en cuanto a la importancia fundamental de la igualdad de los derechos individuales, la ley y la libertad”. Históricamente, continúa, se ha justificado el liberalismo con argumentos pragmáticos (“es una forma de regular la violencia y permitir que poblaciones distintas convivan pacíficamente”), con argumentos morales (“protege la dignidad humana”) y económicos (“promueve el crecimiento económico”), y siempre ha estado vinculado al método científico. El liberalismo fue en parte una operación para “rebajar las aspiraciones de la política, no como un medio de buscar la vida buena tal como la define la religión, sino más bien como un medio de garantizar la propia vida, es decir, la paz y la seguridad”. Y, en todo caso, su principio fundamental es el de la tolerancia: “no significa que tengas que estar de acuerdo con tus conciudadanos en las cosas más importantes, sino simplemente que cada individuo debería poder decidir sin interferencias por tu parte o por parte del Estado”.
Pero todo esto se ha ido deformando en los últimos años. Y lo ha hecho tanto por la derecha como por la izquierda. En el primer caso, los neoliberales “no sólo criticaban la intervención por parte del Estado; también criticaban las políticas sociales diseñadas para mitigar los efectos y las desigualdades provocadas por las economías de mercado”. Para esa derecha, la eficiencia era el valor social más importante y no importaba demasiado que destruyera otros, como los lazos comunitarios, el respeto mutuo o la dignidad individual, si eso redundaba en una mayor productividad y un descenso de los precios. El defecto de esa doctrina, dice Fukuyama, fue “llevar esas premisas a un extremo en el que los derechos de propiedad y el bienestar de los consumidores fuesen objeto de adoración, y todos los aspectos de la acción estatal y la solidaridad social, denigrados”. El neoliberalismo olvidó que el liberalismo clásico solo pretendía que “la mayoría de los pactos sociales en una sociedad liberal sean voluntarios”. Ahora, el individualismo extremo ha provocado divisiones internas aparentemente insalvables, y la derecha se ha refugiado en la defensa autoritaria de la identidad, las normas religiosas frente a la laxitud liberal, los lazos grupales frente a los del Estado controlado por las élites, el rechazo a la diversidad y, en casos extremos, hasta “la violencia como forma de frenar el progresismo”.
Por parte de la izquierda, esa contorsión de los principios liberales empezó con una crítica justificada, la de que el liberalismo era hipócrita y no estaba a la altura de sus propios principios en asuntos como la marginación de las mujeres y el sometimiento de las minorías raciales. Pero hubo pensadores que, como Marcuse, llevaron más allá esa crítica al afirmar que, en realidad, “las sociedades liberales no eran liberales y no protegían ni la igualdad ni la autonomía [sino que] estaban controladas por élites capitalistas que crearon una cultura de consumo que llevaba a la gente corriente a cumplir sus reglas”. La libertad era un espejismo, la meritocracia era una forma de dominio blanco, el supuesto cosmopolitismo era en realidad eurocentrismo y, sobre todo, se acabó negando la posibilidad de un discurso racional: toda forma de discurso científico era un reflejo de las múltiples formas de dominación y sumisión en las que se basa el liberalismo. Los “grupos identitarios progresistas”, dice Fukuyama, han operado con la creencia de que denunciar y subvertir esto último “beneficiaría a grupos históricamente marginados por las instituciones liberales. De ese modo, a dichos grupos se les otorgaría dignidad y un trato igualitario tal como prometía pero nunca cumplía el liberalismo”. Al igual que otras críticas al liberalismo, dice Fukuyama, estas empezaban “con una serie de afirmaciones ciertas, pero, a continuación, se lleva a extremos insoportables”.
Estas dos amenazas al liberalismo no son simétricas, dice Fukuyama. “La procedente de la derecha es más inmediata y política; la de la izquierda es fundamentalmente cultural. y, por tanto, de acción más lenta. Ambas están impulsadas por desencantos con el liberalismo que no tienen que ver con la esencia de la doctrina, sino más bien con la forma en que determinadas ideas liberales sensatas han sido interpretadas y llevadas al extremo”. La respuesta, dice, “no es abandonar el liberalismo como tal, sino moderarlo”.
En el fondo, Fukuyama propone que el liberalismo vuelva a sus esencias, a sus bajas expectativas y su negativa a crear un horizonte de perfección moral. Eso pasaría, en cierto modo, por hacer que volviera a ser al mismo tiempo más conservador y más progresista: por un lado, ampliar las redes de solidaridad, cooperación y protección entre los individuos, y entre el Estado y los ciudadanos; por el otro, asumir que el pluralismo es un hecho ineludible y que no toda forma de conservadurismo es una muestra de intolerancia y alienación.
Parece la receta correcta. Lo que no sabemos es si es viable en tiempos de polarización extrema, cuando los peligros que rondan a la democracia actúan en dos ámbitos al mismo tiempo: el de unas instituciones siempre amenazadas por el autoritarismo y unas ideas que parecen deslizarse cada vez más hacia él.