*La violación de Ucrania*, BrunoTertrais
¿La toma del Donbas es sólo un primer paso?
El hombre que no tiene límites dice «¿por qué no?” Ése es el estado de ánimo en el que se encontraba Vladimir Putin a finales de 2021. Pensó que ésta podría ser su última oportunidad —y la de Rusia— de «recuperar» Ucrania. Se trata de la culminación de una larga cadena de acontecimientos, cuyas raíces se encuentran mucho más en Moscú y Kiev que en Washington o Bruselas.
Agosto de 1991, la catástrofe
La mañana del 19 de agosto de 1991, un comunicado urgente apareció en los teletipos de todo el mundo: «Urgente – Golpe de Estado en la Unión Soviética». Hay que recordar lo aterradora que fue la noticia: estaba en juego el futuro de la que entonces era una superpotencia con armas nucleares. El golpe duró poco, pero el acontecimiento aceleró enormemente el proceso de descomposición de la URSS. Cinco días después, Ucrania declaró su independencia, para sorpresa y decepción de las autoridades rusas. Boris Yeltsin se planteó rediseñar las fronteras para absorber al menos Crimea y el norte de Kazajistán, pero el presidente kazajo, Nursultan Nazerbaiev, lo disuadió. Yeltsin, que no quería que la URSS sufriera el destino de Yugoslavia, estuvo de acuerdo con sus argumentos 1. Reinó la sabiduría encarnada en el principio del derecho internacional de uti possidetis («lo que tienes, lo tendrás»). En ese momento, todavía se contemplaba un nuevo tratado de unión, pero Moscú sólo estaba dispuesto a aceptarlo si se incluía a Ucrania. El referéndum de independencia (1 de diciembre) fue inapelable: con más del 90% de los votos a favor (y una participación del 82%), Ucrania decidió seguir su propio camino. Pocos días después, el recién elegido presidente Leonid Kravchuk y sus homólogos ruso y bielorruso declararon terminado el tratado fundacional de 1922.
Así, Ucrania ponía fin a 350 años de historia bajo el mismo techo. La decisión fue aceptada formalmente por Moscú y el país fue reconocido como un Estado independiente con sus fronteras de ese momento. El reconocimiento de Rusia no sólo se expresó tácitamente al aceptar el statu quo fronterizo en 1991, sino sobre todo al firmar después varios tratados y acuerdos con Ucrania: el Memorando de Budapest (1994), que garantizaba su integridad territorial; el Tratado de Amistad Ruso-Ucraniano (1997), que confirmaba las fronteras y proclamaba su inviolabilidad, y los acuerdos relativos a la base de Sebastopol (1997, 2010). Todo eso no impidió que Vladimir Putin, en una cita fundamental (2005), considerara la ruptura de la Unión como «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX»2.
La visión del Kremlin
La geografía no lo explica todo, pero «sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio», como dijo Zbigniew Brezinski.
Ucrania, por supuesto, representa recursos. Pero lo que se llamaba el «granero» de la Unión Soviética —el chernozem— es hoy menos importante para Moscú que entonces, ya que Rusia se ha convertido en el mayor exportador del mundo gracias a su producción interna. Ucrania también representa gas, con algunos yacimientos offshore en el Mar Negro, por no hablar de su ubicación, que la convierte en el principal cruce de gasoductos (tránsito hacia Europa). Y también, por supuesto, está el puerto de Sebastopol en Crimea, cuyo estatus había sido teóricamente resuelto por el acuerdo de Kharkiv (2010), con acceso ruso hasta 2042. Pero sean cuales sean las razones, la conquista de las «tierras negras» no es un objetivo del Kremlin y las raíces históricas son, por mucho, las más importantes para explicar la crisis actual.
Putin recuerda5, «como el Monte del Templo para los musulmanes y los judíos». Y en 2016, Putin mandó erigir una enorme estatua del príncipe Vladimir frente al Kremlin para contrarrestar a la que está desde hace tiempo en Kiev, ya que ambos Estados reclaman como propio al príncipe que se convirtió a la ortodoxia. La península, anexionada tras un referéndum celebrado en condiciones que recuerdan al plebiscito a favor de la anexión del Sudetenland, ahora está rusificada (de las 49 parroquias pertenecientes al patriarcado de Kiev que había en 2014, solo quedan cinco6). Los tártaros se enfrentan de nuevo a la represión. Al igual que los Estados bálticos después de 1940, es probable que Kiev haya perdido la península por mucho tiempo.
En estos días, lo que está en juego es el resto de Ucrania. Putin puso los puntos sobre las íes en un texto —inusualmente largo para una publicación presidencial— firmado por él mismo y publicado en el verano de 2021 con motivo del trigésimo aniversario de la «catástrofe», titulado «Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos»7.
¿De Crimea a toda Ucrania?
Aunque bien argumentada, la afirmación no deja de ser revisionista.
Vladimir Putin afirma que Rusia es la heredera natural de la Rus de Kiev. Esta matriz original de las tres naciones eslavas orientales (bielorrusa, rusa y ucraniana), fundada por los varegos (vikingos) en el siglo IX, era una próspera federación de principados administrada por Kiev, centro espiritual de la región. En un relato bastante popular en Occidente8, tras su caída (invasión mongola en el siglo XIII), Moscovia se convirtió en su legítima heredera y su destino era «reunificar las tierras rusas». Basado en el principio medieval de la translatio imperii y concebido en los siglos XV y XVI, el relato pretendía legitimar las conquistas territoriales de Moscovia. La construcción del mito nacional ruso9, que pretendía romper con el pasado tártaro, necesitaba inscribirse en un pasado kievita, que en última instancia significaba bizantino y romano (de ahí lo de «Tercera Roma»)10. Iván III fue aclamado a finales del siglo XV como zar (césar), apelativo que se hizo oficial bajo el reinado de su nieto Iván el Terrible, «gobernante de todas las Rus», y que se convirtió en el siglo XVIII en «zar de todas las Rusias»: la grande (Rusia), la pequeña (Ucrania) y la blanca (Bielorrusia). En ese relato, Rusia pretende ser la protectora de las naciones eslavas del este. Pero para los pueblos de la actual Ucrania, se trataba de una unión forzada. En el siglo XV, los cosacos, que habían fundado un grupo de comunidades en el sureste del actual territorio del Estado, se rebelaron contra la República de las Dos Naciones (Polonia y Lituania). En 1649, proclamaron el Hetmanato, un gobierno independiente. Cinco años más tarde, se sintieron obligados a buscar el apoyo ruso contra los apetitos polaco-lituanos. Pero el Tratado de Pereyáslav (1654), calificado por Moscú de «unión», tomó la forma de un matrimonio forzado, mientras que los cosacos sólo querían una alianza para defenderse de la República de las Dos Naciones. El zarato ruso acabó absorbiendo la mayor parte del actual territorio ucraniano y la República acordó un tratado de «paz eterna» en 1686. La imposición del dominio religioso desde Moscú (siglo XVII), la abolición del Hetmanato (siglo XVIII) y la prohibición del uso de la lengua ucraniana (siglo XIX) debilitaron considerablemente a la nación ucraniana. Lviv, que en ese entonces estaba en Austria-Hungría, se convirtió en el receptáculo de la cultura nacional.
El segundo argumento de Putin se desprende del primero: la formación del Estado ucraniano es una conspiración occidental (austro-húngara y polaca) para crear una «Rus anti-Moscú». Se dice que su bandera es «austriaca» (en realidad es rutena y fue izada por primera vez en 1848 por el Consejo ruteno de Lemberg, que luego se convirtió en Lviv). A menos que haya sido un error de los bolcheviques, como afirma el presidente ruso en su discurso del 21 de febrero de 2022…
Vladimir Putin, que a menudo se ha distanciado del leninismo —para valorar mejor el estalinismo—, les reprocha a los revolucionarios rusos haber favorecido a las «naciones» e integrado a Ucrania a la URSS como una república de pleno derecho. Y más aún, haber ampliado su territorio, que hoy refleja las conquistas imperiales sobre el Imperio Otomano («Nueva Rusia», el sur de Ucrania en la actualidad), así como la unificación de las tierras de cultura ucraniana a expensas de Polonia (al oeste) y de Rusia (al este), tierras supuestamente «rusas».
Según la narrativa del Kremlin, la existencia de Ucrania no es más que una especie de accidente de la historia, y Crimea, un regalo injusto que se le dio a Kiev en el 300 aniversario del Tratado de Pereyáslav, que unía a Ucrania con Rusia. En 2014, Putin recordó la feliz decisión, según él, de Catalina la Grande, que anexionó el sur de la actual Ucrania. Y estigmatizó la decisión de los bolcheviques («que Dios los juzgue») de aceptar que tierras rusas formaran parte de un Estado independiente. En su opinión, las fronteras de este país son «arbitrarias». No es de extrañar, pues, que los dos óblasts de Donbas se llamaran «Nueva Rusia», una región del imperio zarista entre 1721 y 1917, y ahora una confederación secesionista proclamada en mayo de 2014.
Ucrania no sólo es un Estado «artificial», sino que, además, está gobernada por «fascistas». «Para la propaganda del Kremlin, los líderes ucranianos se han convertido en banderistas y ‘nazis’, mientras que Rusia ha vuelto a su papel de 1941-1945, luchando de nuevo contra los fascistas»11. La cinta de San Jorge, inspirada en la Orden Militar Imperial del mismo nombre, se volvió a poner de moda en Moscú en 2005 tras la Revolución Naranja y se convirtió en el atributo obligatorio de la «resistencia».
Europa contra Asia, un delicado equilibrio
Si vamos un poco más al fondo, encontramos un tema subyacente en la visión rusa: el temor a que un día el país sea absorbido por Asia. Llamémosle «inseguridad demográfica»; a medida que la población de Rusia se reduce, la de Asia Central crece, mientras que la creciente sombra de China se cierne sobre la parte oriental de la antigua Unión Soviética. Para Rusia, perder Ucrania podría significar cambiar un futuro europeo por uno asiático.
En el centro del problema está Asia Central, una región ante la cual Rusia siempre ha sido ambivalente. Componente importante del Imperio (en su forma tardía) y luego de la Unión Soviética, la región le permitió a Moscú reivindicar su dominio sobre un espacio multinacional y multiétnico. «La legitimidad imperial de Rusia descansa directamente en el mantenimiento de su dominio sobre Asia Central», escribe la historiadora francesa Marlène Laruelle. El control de Asia Central también ayuda a Rusia a reivindicar su estatus de gran potencia y a vigilar a China. Por otra parte, Rusia siempre ha desconfiado de las repúblicas musulmanas. En la época imperial, la región era más una carga que Rusia había aceptado llevar que un territorio orgullosamente conquistado. En la actualidad, las corrientes nacionalistas rusas tienen poco interés en ella y la opinión pública suele equipararla con el islamismo, el terrorismo y la mafia. Las referencias positivas que subrayan los vínculos históricos y culturales con la región son escasas. En su libro de 1990 Cómo reorganizar Rusia, Aleksandr Solzhenitsyn propuso deshacerse de las repúblicas de Asia Central.
Aquí es donde entra la cuestión ucraniana. En una conversación telefónica con el presidente Bush en vísperas del referéndum de independencia12 de Ucrania en 1991, Boris Yeltsin dijo que una nueva unión sin Ucrania «alteraría radicalmente el equilibrio (…) entre las naciones eslavas e islámicas. No podemos tener una situación en la que Rusia y Bielorrusia tengan dos votos como Estados eslavos frente a los cinco de las naciones islámicas”. Como dice el analista estadounidense Mackensie Knorr,13 «cuando quedó claro que Ucrania estaba perdida, a Rusia dejó de interesarle una unión con una influencia eslava muy disminuida en comparación con las poblaciones de Asia Central y el Cáucaso”.
La tragedia demográfica
Esta ambivalencia frente a Asia Central se refleja desde hace mucho tiempo en la cuestión demográfica. Rusia necesita trabajadores de esa región, pero, al mismo tiempo, teme a una inmigración excesiva.
Putin adoptó una visión «euroasiática» del futuro de su país. Sin embargo, existe un claro malestar en algunos círculos nacionalistas por una evolución interna que refleja la de la antigua Unión. En 1959, el 83% del país era ruso: una cifra que cayó hasta el 78% en 2010. Rusia cuenta actualmente con entre 15 y 20 millones de musulmanes,14 es decir, entre el 10% y el 15% de la población, con una elevada tasa de fecundidad que ha llevado al gran muftí15 a decir que representarán el 30% de la población a mediados de la década de 2030.
Esto se debe a una tasa de mortalidad masculina muy elevada, a la baja tasa de natalidad y a una alta tasa de emigración. La población alcanzó un máximo de 148 millones de habitantes en 1992 y ha ido disminuyendo desde entonces, a pesar de un modesto repunte a mediados de la década de 2010. Con 146 millones de personas en la actualidad, el país rondará los 140 millones en 2035, y los 130 millones en 2050. En cambio, Asia Central, con 75.5 millones de habitantes en la actualidad, sigue creciendo: 88 millones para 2035 y 100 millones en 2050.
Moscú no tuvo más remedio que recurrir a los trabajadores de Asia Central. Putin adoptó un enfoque con dos aristas: invitar al mayor número posible de rusos a regresar del extranjero y abrir las fronteras a un gran número de inmigrantes, especialmente de Asia Central. Pero la inmigración ya no compensa el declive natural y ha provocado un aumento de las tensiones en las ciudades. Por ello, el Kremlin ha probado nuevas alternativas, como la «pasaportización», o distribución de pasaportes rusos en las zonas ocupadas o en disputa, y facilitar la naturalización de los habitantes de habla rusa16 de la antigua Unión. En 2020, Rusia acogió un número récord de nuevos ciudadanos (660,000)17. Por último, la anexión de Crimea ha permitido que 2.5 millones de personas más se conviertan en ciudadanos rusos.
Este contexto demográfico confirma, si fuera necesario, que la conquista de Ucrania no está vinculada a la depredación de sus recursos. Hace que el imperialismo ruso sea lo contrario del expansionismo nazi: la Rusia de Putin corre el riesgo de convertirse en «un lugar sin gente» (Raum ohne Volk)18. Confirma la verdadera catástrofe que representó la «pérdida» de Ucrania, y explica por qué Rusia sintió la independencia de esta última como una amputación.
Por tanto, el escenario ideal para Moscú es que Ucrania vuelva al redil ruso. Lo que permitiría una afluencia mucho mayor de trabajadores eslavos, que irían hacia el este y no hacia el oeste. En palabras de un experto,19 los ucranianos «son migrantes casi ideales. Como eslavos orientales, se les considera fáciles de integrar; aportan las competencias necesarias al mercado laboral ruso”.
Lógica del expansionismo
¿La perspectiva de que Ucrania se una a la Alianza Atlántica es lo que realmente preocupa al Kremlin? Según muchos teóricos (y algunos practicantes) de las relaciones internacionales, el origen del problema es la ampliación de la OTAN. El «dilema de la seguridad» hizo inevitable que Rusia resistiera a la Alianza Atlántica y tratara de hacerla retroceder.
Esta interpretación no ofrece una imagen clara de la lógica en la que se dio la ampliación: de inicio, en el plano normativo, Rusia suscribió la «libre elección de alianzas» consagrada en la Carta de París de 1990; luego, en el plano de la política, la ampliación ha sido más un proceso ad intra que ad extra; por último, en el plano militar, la OTAN ha asumido compromisos unilaterales de limitar su presencia en el territorio de los nuevos miembros. No se trataba de un juego de suma cero, y la OTAN no «sustituyó al Pacto de Varsovia».
Seguramente, a Putin le indignó que la Constitución ucraniana incluyera el objetivo ingresar a la OTAN en 2019. Y es posible que los dirigentes rusos teman realmente que Ucrania se convierta un día en un «portaaviones occidental estacionado justo enfrente del óblast de Rostov»20. Recordemos que a finales de los años 90, muchos funcionarios rusos se sintieron incómodos con la publicación del libro de Zbigniew Brzesinski (que en realidad sólo lo representaba a él mismo), pues vieron en la obra el inicio de un plan estadounidense para debilitar a Rusia…
Pero hay que recordar que la apertura de la Alianza a la perspectiva de la adhesión de Ucrania en 2008 no provocó una reacción excesiva de Moscú hacia Kiev. Fue Georgia, también implicada en la decisión de 2008, a la que invadió… En retrospectiva, además, se podría hablar de una «ambigüedad destructiva»: ni la adhesión ni el rechazo satisfacían a nadie; y, como Rusia entendía el significado del Artículo 5 del Tratado de Washington, preparó el camino para una intervención «antes de que fuera demasiado tarde».
En particular, afirmar que la entrada de Ucrania en la OTAN habría significado la pérdida de Sebastopol, deduciendo entonces que la intervención de 2014 habría sido sólo «preventiva» —algo que destacados exfuncionarios franceses no dudan en hacer— es absurdo. ¿Acaso Estados Unidos no dispone desde hace mucho tiempo de una base en… Cuba, país del que era enemigo acérrimo? Y, ¿podemos imaginar seriamente a Ucrania violando todos sus compromisos y «recuperando» la base de Sebastopol, a riesgo de una guerra con Rusia, y sin estar protegida por el Artículo 5 de la OTAN, que probablemente no entraría en juego en tal caso?
¿Por qué no adaptar las normas de seguridad europeas al siglo XXI? Una revisión cada treinta años no es demasiado: el control de armas y las medidas de confianza deben adaptarse, sobre todo, a la evolución del contexto tecnológico. Pero, ¿realmente se puede plantear hoy un nuevo acuerdo formal con un Estado que ha pisoteado todas las normas existentes?
Porque a Putin no le importan las reglas. El opositor Garry Kasparov21, que lo conoce bien, recuerda que es absurdo compararlo con un ajedrecista, porque «en el ajedrez hay reglas». El amo del Kremlin reacciona más bien como un cónyuge que no soportaría que su mujer lo abandonara: es el «ex tóxico» que querría regresarla a casa por la fuerza.
Esa violencia la infunde toda la casta dirigente rusa, dominada por los siloviki del aparato de seguridad. Françoise Thom teorizó sobre la importancia del legado de las bandas y los campamentos en la cultura social rusa contemporánea. El diagnóstico es ampliamente compartido por la investigadora Céline Marangé:22 «Rusia está cerca de nosotros por la extraordinaria riqueza de su cultura. Pero su cultura política, históricamente distante de la nuestra, sigue marcada por la experiencia repetida de una violencia sin precedentes”
Todo indica que el Kremlin pretende recrear una zona de influencia privilegiada en torno a su territorio, y que si no lo consigue por intimidación, será por la fuerza. Presentándose como el protector de todos los rusos y el defensor del «mundo ruso» (russkiy mir), probablemente sólo bromea a medias cuando afirma que las fronteras de su país no están «en ninguna parte«. Como dice Céline Marangé23, ya no estamos en la era de buscar reconocimiento. El objetivo es revanchista. Ya no se trata de dejar de retroceder, ahora se trata de avanzar. ¿Acaso Putin no tiene «un gran designio: el de ampliar las fronteras del país reuniendo, por diversos medios directos e indirectos, ‘tierras rusas’ consideradas ancestrales»? Ahora las etapas parecen claras: la anexión de Crimea; el castigo a los dirigentes armenios y la instalación en el Cáucaso; el sometimiento de Bielorrusia con el objetivo, presumiblemente, de formar una verdadera «unión» de los dos países a la mayor brevedad posible; la intervención en Kazajistán, que recuerda las buenas épocas del Pacto de Varsovia; y ahora Ucrania. El objetivo es, como mínimo, debilitar y subyugar a Ucrania y, como máximo, hacerla desaparecer como Estado-nación independiente.
También es un proyecto personal. Escuchemos a Dimitri Orechkine24, politólogo y geógrafo ruso independiente, entrevistado por Desk Russia: «Vladimir Putin es un partidario convencido de esta tradición sociocultural (si se quiere, ‘euroasiática’). Su populismo, su monismo ideológico, su militarismo, su unitarismo, su desprecio por el derecho formal conducen a una sed insaciable de expansión. Este deseo es irracional y contraproducente desde el punto de vista europeo. Es económico y socialmente ineficaz. ¡Qué importa!”. La exasesora de Trump, Fiona Hill25 —una de las expertas estadounidenses que mejor conoce al presidente ruso— añade: «Es una cuestión personal: su legado, su imagen, su visión de la historia rusa. Putin se ve claramente como un protagonista de la historia rusa, y está siguiendo los pasos de los líderes rusos del pasado que intentaron reunificar lo que él considera tierras rusas. Ucrania es la pieza que falta, la que se le escapó y que él intenta devolver al redil”.
Ahora la situación es ideal desde el punto de vista de Putin. Ya no hay contrapoderes. La asociación Memorial, guardiana del pasado criminal de la URSS, se disolvió. Y se ha hecho todo lo posible para desarrollar un patriotismo militar dentro de la sociedad rusa, bien descrito por Isabelle Facon en estas columnas. El control del pasado exige el control del futuro, y el texto mencionado de julio de 2021 legitima de antemano cualquier nueva acción de fuerza contra Kiev. Ya se repusieron las reservas de divisas del país. Joe Biden está preocupado por Asia. Y Pekín ha dado vía libre al Kremlin.
Identidad ucraniana
Frente al proyecto ruso, los ucranianos plantean el de la reconstitución de una nación y el establecimiento, tras siglos de servidumbre, de un Estado plenamente soberano.
Toda narrativa nacional puede tener una parte de ficción, pero sólo con un truco de magia político-intelectual Moscú podría pretender que es el presunto heredero de la Rus de Kiev, presentada como la cuna del país. Esta última es la matriz común de las naciones eslavas orientales: no es menos ancestro de Ucrania que de Rusia y Bielorrusia.
La existencia en Occidente de una entidad distinta de Moscovia y luego de Rusia ha sido casi constante desde el siglo XV, y el nacimiento del nacionalismo ucraniano en el siglo XIX es una construcción endógena que condujo a la declaración de independencia en 1917; una entidad que nació muerta y que no resistió a las fuerzas revolucionarias.
En cuanto a Crimea, no «siempre fue rusa». De hecho, la península fue durante mucho más tiempo turco-mongola que rusa, tanto desde el punto de vista político como étnico. Anexada en 1783, no se rusificó sino hasta finales del siglo XIX (expulsión de los tártaros hacia el Imperio Otomano) y no tuvo mayoría rusa sino hasta el siglo XX (reforzada por la deportación masiva de la minoría tártara que hizo Stalin en 1944). Sin embargo, eso no la convirtió en una extremidad natural de Rusia. Legalmente ucraniana desde 1954 (diga lo que diga el Kremlin), su pertenencia al nuevo Estado independiente no fue impugnada por Moscú en 1991. Es más, el 54% de su población se declaró a favor de la independencia de Ucrania en el referéndum de 1991. En cuanto a los tártaros, a quienes se impulsó a regresar a Crimea tras la independencia, ahora son discriminados por las autoridades rusas. ¿Y el argumento de las raíces religiosas? En ese sentido —y si lo forzamos un poco— Alemania podría reclamar la región de Champaña porque ahí fue el bautismo de Clodoveo en el año 498… El mítico acontecimiento del 988 es, además, «un bautismo que tuvo lugar, o no, hace mil años, en el territorio de un puesto comercial que, en ese momento, era una especie de crisol de vikingos paganos y jázaros judíos», según la divertida descripción que hace el gran historiador Timothy Snyder26.
Disputada entre Polonia y Rusia desde hace siglos, la identidad nacional moderna de Ucrania se consolidó gradualmente. Tras el trauma de la Primera Guerra Mundial —con los ucranianos luchando en bandos opuestos—, el Tratado de Versalles dividió al país y la «primera independencia» duró poco. El recuerdo de la República Socialista de Ucrania es ambivalente. Se agradece a Moscú que haya reconocido la existencia de la República y su lengua, y que haya permitido la expansión del territorio hacia el oeste (Galitzia y Volinia en 1939, Bucovina en 1940, Rutenia en 1945) y hacia el sur (la isla de las Serpientes en 1948, Crimea en 1954), con pérdidas menores de territorio (parte del Donbas en 1925 y Galitzia en 1945). La República era el centro del proyecto soviético. Gozaba, al igual que su hermana bielorrusa, de un estatus privilegiado: un asiento para cada uno en Naciones Unidas. Jrushchov y Brezhnev habían nacido en Ucrania, Andropov había hecho su carrera en Ucrania, Chernenko era de padres ucranianos. Este lugar privilegiado en la Unión no borra los recuerdos de la bolchevización, la espantosa hambruna de 1932-1933 (el Holodomor), el Gulag ni Chernóbil.
¿Una separación inevitable?
El verdadero problema para Rusia no es la atracción de Ucrania por la OTAN, que era limitada hasta los últimos años. Es Europa. No fueron banderas estadounidenses o de la OTAN las que ondearon en la plaza de Maidan en 2013, sino banderas europeas. Y la adhesión a la UE es un objetivo que también está consagrado en la Constitución del país. En resumen, es el desplazamiento de Ucrania hacia el oeste lo que enfurece al Kremlin, especialmente porque una Ucrania «exitosa» podría ser un ejemplo para Rusia.
Kiev realizaba casi el 40% de su comercio con la Comunidad de Estados Independientes hace diez años, pero sólo el 10% en 2020. La emigración laboral se dirige ahora más bien a países de la UE como Polonia. El tiempo ha hecho mella: el 30% de la población no vivió la Unión Soviética. Y la política rusa de los últimos diez años ha reforzado la identidad nacional. Ha sido contraproducente para el Kremlin. Los partidos «prorrusos» ya sólo representan una quinta parte del electorado, y la mayoría de la opinión pública está ahora a favor de unirse a las instituciones occidentales. Sólo el 41% de los encuestados27 cree que «rusos y ucranianos son un solo pueblo que pertenece al mismo espacio histórico y espiritual». Aunque el presidente Putin ensalce esos «lazos espirituales», la Iglesia Ortodoxa Ucraniana se independizó en 2018, con el tomos de autocefalía concedido en 2019 por el patriarca ecuménico de Constantinopla.
Zbigniew Brzezinski predijo en 2014 que «si Putin toma Crimea, perderá Ucrania»28. Parece que tenía razón. La separación29 entre Moscú y Kiev parece ahora inevitable.
¿Qué pasa ahora?
Desde el punto de vista de Vladimir Putin, probablemente se trate de una especie de «última oportunidad» para que Rusia vuelva a poner las manos sobre Ucrania. Pero quizá no tenga éxito.
En cuanto a los escenarios alternativos descritos aquí y allá por los analistas, no son muy convincentes.
Una «partición» del país, incluso por la fuerza, no tendría sentido. Su agitada historia vuelve artificial una supuesta división entre un occidente «ucraniano» y un oriente «ruso», ya sea nacional o lingüística. El censo de 2001 estableció que alrededor del 30% de los ciudadanos del país (rusos pero también ucranianos) tenían el ruso como lengua materna. También existe una lengua vernácula, el súrzhyk, que bebe de ambas. Los rusos están presentes en Crimea y en el Extremo Oriente. En el sureste y el suroeste se habla ruso. En el centro, todo está mezclado. Ucrania no es Bélgica. En Odesa se habla ucraniano y ruso casi por igual, los habitantes son bilingües y las poblaciones se mezclan independientemente de su origen: Ucrania tampoco es Bosnia. Y el mapa político sólo cubre imperfectamente estas divisiones aproximadas.
¿Y la «finlandización»? Para resolver el problema ucraniano, según algunos, habría que «neutralizarla»: entonces no pertenecería ni a la OTAN ni a una «esfera de influencia» rusa. Esta es una visión popular en Rusia30, donde la gente sueña con «volver a una ‘división suave’ de Europa. (…) una línea clara entre su esfera de seguridad y nuestra esfera de seguridad, con una posible zona de amortiguación que debería ser Ucrania, es lo que Rusia desearía conseguir idealmente”. Esta neutralización plantea tres problemas. En primer lugar, la OTAN hizo una promesa a Kiev en 2008: podría, llegado el momento y si lo desea, unirse a la Alianza Atlántica. Renunciar a ese compromiso sería una enorme victoria política para el Kremlin. En segundo lugar, imaginar que eso «resolvería el problema» es engañarse a sí mismo. ¿Acaso creemos que después de una victoria así, Putin se quedaría tranquilo? Eso sería no entender cómo razonan los autócratas cuando se enfrentan a las debilidades occidentales. Por último, un pequeño detalle: los ucranianos quizá no quieran ser neutralizados. En 2020, esta neutralidad seguía siendo popular, y la adhesión a la OTAN sólo recibió un 40% de los votos. Pero desde 2021 se perfila una clara mayoría —entre 54% y 64%, según la encuesta— a favor de entrar a la Alianza Atlántica. Quienes citan el ejemplo de la «no alineación» de Finlandia durante la Guerra Fría suelen olvidar que se trataba de una decisión soberana. En cambio, la neutralidad de Austria fue impuesta en 1955 por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial: nada en común con la situación actual de Ucrania. ¿Y es necesario recordar que Moscú aceptó, en dos ocasiones —1975 y 1990—, que todos los países europeos sean libres de pertenecer a una alianza militar? La Alianza Atlántica no está obligada a integrar a Ucrania en la actualidad. De hecho, tal decisión no está en absoluto en la agenda. Además de que sería difícil para la Alianza aceptar un país con el 7% del territorio ocupado, no hay consenso en el Consejo del Atlántico Norte para tal decisión, cosa que el Kremlin sabe muy bien. Pero eso no es motivo para dar marcha atrás a la promesa hecha a Kiev en 2008.
En cuanto a la entrada en la Unión Europea, es evidentemente una perspectiva muy lejana, pero es sin duda un escenario más realista a largo plazo. Nadie está idealizando la Ucrania actual. Erosionada por la corrupción, está lejos de ser una democracia ideal: según los estándares internacionales, se encuentra en algún lugar entre Hungría y Serbia. Por otra parte, la ocupación del territorio no debería ser un obstáculo: el precedente chipriota destapó ese tabú.
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Exactamente cien años después del nacimiento de la Unión Soviética, la violación de Ucrania es también una forma de catarsis para una potencia rusa que se considera en condiciones de vengarse de los éxitos de Occidente. La camarilla de mafiosos que hoy gobierna Rusia, y que confunde con gusto sus intereses personales, incluidos los económicos, con los del país31, piensa que está suficientemente protegida para no perder. Vladimir Putin, maestro de la táctica pero mal estratega, debilitará sin duda a Ucrania y perjudicará a Europa a través del precio del gas o de la avalancha de refugiados.
Fallará su apuesta: es muy poco probable que Ucrania vuelva al redil ruso en un futuro próximo, ya sea por la fuerza o por la ley. Si hubiera que establecer una analogía con China, su destino probablemente sea más el de Taiwán que el del Tíbet. Ucrania se separará aún más de Rusia.
¿Cómo explicar el carácter casi sistemáticamente contraproducente de las iniciativas de Moscú, que se dispara constantemente en el pie? Más allá del modus operandi de Putin, quizás Rusia ya no sepa cómo proceder de otra manera. Vladislav Sourkov32, conocido del Kremlin, explicaba hace unos meses que «el Estado ruso, con su interior áspero y rígido, sólo ha sobrevivido gracias a una incansable expansión más allá de sus fronteras. Desde hace mucho tiempo, no ha sabido sobrevivir de otra manera».
A riesgo, como ya predijo Vladislav Sourkov33 en 2018, de prepararse para «cien años, o más, de soledad».
Putin sorprendió a muchos observadores occidentales al dedicar la mayor parte de su discurso del 21 de febrero de 2022 a la historia de Ucrania y sus relaciones con Rusia. Pero lo que sorprende es su sorpresa. Comprender la visión del pasado —un pasado a veces reescrito y mitificado— que mantienen los líderes autoritarios es, en efecto, esencial para interpretar la estrategia de los nuevos imperialismos. El proyecto europeo se basa en la superación de los nacionalismos, pero Europa sólo podrá hacer valer su poder si comprende hasta qué punto lo que hemos llamado “la venganza de la historia”34 es una guía para entender las relaciones de las fuerzas contemporáneas.
Notas al pie
- Conor O’Clery, Moscow, December 25, 1991. The Last Day of the Soviet Union, Public Affairs, 2011.
- NBC News, Putin: Soviet collapse a ‘genuine tragedy’, 25 de abril de 2005.
- Kremlin, Address by President of the Russian Federation, 18 de marzo de 2014.3 que Crimea fue «el lugar de la antigua Quersoneso, donde el príncipe Vladimir fue bautizado [en 988]. Su decisión espiritual de adoptar la ortodoxia creó los cimientos de la cultura, la civilización y los valores humanos que unen a los pueblos de Rusia, Ucrania y Bielorrusia. Ahí también se encuentra Sebastopol, una ciudad legendaria con una historia excepcional, una fortaleza donde nació la flota rusa del Mar Negro”. Se dice que Crimea es «sagrada» para Rusia4Kremlin, Presidential Address to the Federal Assembly, 4 de diciembre de 2014.
- Benoît Vitkine, «Bons baisers de Crimée : voyage dans la région vitrine de Vladimir Poutine«, Le Monde, 6 de agosto de 2021.
- Kremlin, Article by Vladimir Putin ”On the Historical Unity of Russians and Ukrainians“, 12 de julio de 2021.
- Tim Marshall, Prisoners of Geography. Ten Maps That Explain Everything About the World, Scribner, 2016.
- Serhii Plokhy, The Origins of the Slavic Nations. Premodern Identities in Russia, Ukraine, and Belarus, Cambridge University Press, 2006.
- Serhii Plokhy, op. cit.
- Boris Nemtsov, Le Rapport Nemtsov, Solin/Actes Sud, 2016, p. 32.
- Casa Blanca, Memorandum of telephone conversation, 30 de noviembre de 1991.
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