19/06/2021 lavanguardia
Arauco en inacabable guerra amb Espanya
En el Cono Sur, el pueblo de los araucanos presentó más de dos siglos de resistencia frente a los Austrias españoles. Hoy sigue defendiendo su autonomía frente al estado chileno
Mientras la monarquía hispánica luchaba por la preponderancia en el continente europeo durante el siglo XVI, en el cono austral sudamericano se desarrolló una lucha de las tropas españolas y sus aliados contra unos numerosos contingentes de indígenas, el pueblo araucano. Estos defendieron sus tierras de los intentos de conquista de la potencia global de los Austrias. A aquel conflicto intermitente se lo llamó la guerra de Arauco, y abarcó más de dos siglos.
En realidad, bajo la denominación de araucanos encontramos a tres grupos étnicos a la llegada de los españoles: los picunches, los mapuches y los huilliches. Los primeros, “gente del norte”, fueron conquistados militarmente, pero los dos siguientes, “gente de la tierra” y “gente del sur”, respectivamente, mantuvieron una larga lucha de guerrillas y golpes sorpresivos contra los españoles.
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Su sociedad, con creencias en deidades como Ngünechén o el Pillán, era de tipo comunal y estaba estructurada a través del levo, unidades políticas de entre 1.500 y 3.000 miembros. Cada grupo territorial estaba dirigido por un loncos, jefe de familia o linaje. En situaciones de grave amenaza, esos grupos se unían en una confederación tribal bajo la dirección del toqui, o caudillo. Este se encargaba de guiar a su pueblo, con el consejo de los demás loncos, que lo habían elegido en una especie de democracia militar.
Los araucanos destacaron por ser avezados guerreros y, más tarde, consumados jinetes. Sus tácticas fueron cambiando tras décadas de combates, y acabaron adoptando modelos semejantes al español, con escuadrones cerrados intercalando unidades y armamento. Asimismo, tenían la costumbre de decapitar a sus enemigos para mostrar sus cabezas como trofeo, tal como sucedió, por ejemplo, con el gobernador Pedro de Valdivia tras su derrota en la batalla de Tucapel (1553).
Conquista hispánica
Precisamente, este personaje extremeño, catapultado por su exitoso desempeño en la anterior guerra civil entre los partidarios de Pizarro, fue luego el encargado de dar forma a la conquista de Chile y fundar sus principales ciudades. Además, implantó el sistema de encomiendas para explotar los recursos de la Araucanía y hacerlo prevalecer sobre el levo indígena.
Su muerte violenta produjo una celebración entre los araucanos, que vieron cómo se humanizaba ante ellos el aparentemente invencible poder español. La venganza de ese primer desastre hispano en Chile vino de la mano de gobernadores como Francisco de Villagra o, sobre todo, García Hurtado de Mendoza, que venció a los mapuches sublevados en la batalla de Quiapo (1558).
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Hasta ese momento, la conquista hispánica había sometido por la fuerza, con la ayuda de aliados, a los pueblos indígenas de América más avanzados, para destruir sus estructuras políticas y religiosidad. Conseguido ese propósito, los antiguos enemigos no eliminados por las armas o por las epidemias se convertían en la principal fuerza de trabajo de la nueva administración hispánica, y poco a poco se producía el mestizaje y aculturación de los vencidos.
En la Araucanía, una región situada en el centro de Chile con un terreno bastante quebrado, eso no ocurrió, debido a la belicosidad de gran parte de los araucanos.
La progresiva expansión hispana en la segunda mitad del siglo XVI, auspiciada por el oro de sus minas y, más tarde, por el comercio de esclavos, provocó la muerte violenta de numerosos toquis (once de los diecinueve nombrados hasta 1603). Sin embargo, los araucanos continuaron buscando sus oportunidades, y en 1598 volvieron a desarrollar una gran rebelión, organizada por el toqui Paillamachu, que provocaría un cambio de estrategia por parte de los españoles.
La inflexión de Curalaba
Fieles a la ofensiva, aunque siempre con fuerzas menores, los españoles iniciaron con el nuevo gobernador, Martín García Oñez de Loyola, una campaña para apaciguar a los araucanos. Estos llevaban tiempo acumulando caballos, nuevas armas de hierro, protecciones corporales y contingentes para desestabilizar la presencia hispánica.
El 21 de diciembre partió la columna de socorro de Óñez de Loyola con apenas 50 españoles y 300 indios yanaconas del Perú. Al día siguiente, recorrieron con tranquilidad casi cuarenta y nueve kilómetros hasta llegar a un paraje llamado Curalaba, donde quedaban las ruinas de un antiguo fuerte español. Allí pernoctaron con relajación. Al alba del día 23, los mapuches se abalanzaron por sorpresa sobre ellos en tres grupos, y el desastre español fue total. Perecieron Óñez de Loyola junto a la casi totalidad de sus hombres.
La victoria mapuche de Curalaba marcó una inflexión en el devenir de la guerra de Arauco. La segunda rebelión mapuche se extendió hasta principios del siglo XVII y supuso la conquista de casi todos los territorios españoles al sur del río Biobío. El nuevo gobernador enviado por Felipe III, Alonso de Ribera, adoptaría una nueva estrategia defensiva, fortificando la frontera del Biobío con guarniciones de soldados.
Las guarniciones se financiarían a través de un nuevo impuesto llamado el Real Situado, que sería suministrado desde el tesoro del virrey del Perú, verdadero centro del poder colonial español en América del Sur. Estos asentamientos militares irían acompañados de una nueva labor de evangelización por parte de los jesuitas encabezados por el padre Luis de Valdivia. Su objetivo era lograr con la fe cristiana la asimilación y pacificación del combativo pueblo araucano.
Magia y estatus
Para los araucanos, la guerra mantenida con los invasores españoles –a quienes vieron como una raza extraña– tuvo bastante conexión con el mundo mágico y las supersticiones. En más de una ocasión no prosiguieron con la campaña por temor a posibles maldiciones. Según las fuentes, en el alzamiento del siglo XVI, los araucanos no conquistaron la ciudad de La Imperial porque, un poco antes, los caciques habían realizado una reunión junto a un puma capturado que escapó, lo que tomaron como un mal presagio.
Indudable también era el significado sobrenatural de la ejecución de un prisionero de guerra, pues cuando decapitaban al mismo, si la cabeza rodaba y el rostro miraba al caído, era una buena señal, pero si quedaba mirando hacia ellos, se consideraba un mal augurio. Igualmente, creían que los soldados que fallecían en combate, tanto ellos como los propios españoles, seguían luchando luego en el cielo del Pillán.
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La élite de los españoles consideraba a los araucanos como indignos e irracionales, sin virtudes, “crueles fieras sin conciencia” y, sobre todo, sin Dios. Esta visión estereotipada era ideal para demonizar al contrario y racionalizar la labor conquistadora de los españoles en la Araucanía.
Esa perpetuación de la guerra conllevó también un cambio en la propia estratificación social de los araucanos. El guerrero araucano, o cona, acabó estando tan especializado en esa labor que era bastante extraño que se prodigara en realizar labores en los campos de labranza. El cona conseguía riquezas de todo tipo en el pillaje o en la conquista de posiciones o campamentos españoles.
La Albarrada
En el siglo XVII se sucedieron los períodos de calma con otros de belicosidad. Los españoles solían tener la ventaja de las armas de fuego portátiles y la artillería, más una probada eficacia entre armas. Los araucanos fueron paliando su desventaja táctica inicial, y conservaron su mayor número y un mejor conocimiento del terreno en disputa.
Con el nuevo gobernador hispano, Francisco Laso de la Vega, esto se iba a poner a prueba. En 1630, este inició una nueva ofensiva, y su primer enfrentamiento serio con los mapuches del toqui Butapichón estuvo cerca de terminar en otro desastre, aunque su ejemplo en batalla y su mando enérgico le dieron una sufrida victoria en Los Robles.
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Al año siguiente, Laso de la Vega comandaba a unos mil quinientos hombres y se aprestó en la plaza de Arauco frente a la coalición enemiga formada por los toquis Butapichón, Queupuante y Lientur, que dirigían a unos siete mil conas.
La batalla podía ser decisiva, por el gran número de hombres que cada uno ponía en liza. Ya no eran emboscadas o golpes de mano frente a unos cientos de españoles e indios, como ocurría el siglo anterior; aquí se enfrentaban los rivales, en una verdadera batalla campal, con tácticas y sistemas de combate más parejos.
Lientur se había retirado por supersticiones, al ver durante los días precedentes aves carroñeras volando sobre sus cabezas, y se marchó con 2.000 de sus conas, lo que acercaba las fuerzas en liza. El 13 de enero de 1631 Laso de la Vega ordenó a sus hombres salir del fuerte y formar mezclados en una elevación, la loma de La Albarrada, con sus flancos protegidos por terreno pantanoso y otras elevaciones. La infantería formaba a la derecha y la caballería a la izquierda, con un cuerpo de reserva detrás, al mando de Alfonso de Villanueva.
Frente a ellos, los araucanos adoptaron un dispositivo similar, con Queupuante al comando de la derecha y Butapichón al de la izquierda, y siempre alejados del tiro de mosquete. Las fuentes comentan que Butapichón arengó a los suyos antes de la crucial batalla de la siguiente manera: “Ese ejército que tenéis a la vista son las únicas fuerzas de los españoles. Si lográis vencerlos, lograréis también concluir la obra que vuestros gloriosos padres comenzaron”. Fue cortado por Queupuante, que ordenó acometer a los españoles sin más demora.
La batalla de La Albarrada fue uno de los mayores triunfos en la guerra de Arauco
Por su parte, el gobernador Laso de la Vega se cree que dijo: “¡Démosle gusto al general araucano!”, y ordenó una primera carga de su caballería, que fue rechazada por las lanzas araucanas. A continuación, avanzó la infantería española e hizo un mortífero fuego regular. El gobernador, viendo los estragos producidos, pensó que una segunda carga de la caballería pondría en franquía la lid, pero por segunda vez fue rechazada.
Por último, una tercera carga apoyada por la reserva abrió las densas filas araucanas, hiriendo incluso a Butapichón. Este hecho, junto con la desbandada de la caballería, provocó la retirada de la infantería. Fue el momento para que los españoles se decidieran a perseguir con saña a las fuerzas araucanas, provocando una carnicería.
La batalla de La Albarrada fue uno de los mayores triunfos hispanos en la guerra de Arauco. Parecía que podía representar la caída definitiva del “demonio araucano”. Sus pérdidas se cifran entre 1.300 y 2.600 hombres ese día. Algunos prisioneros araucanos fueron canjeados por cautivos cristianos, otros fueron conducidos para realzar obras del rey y otros, llevados a Lima para remar en galeras. En cambio, los españoles y sus aliados casi no tuvieron que lamentar bajas.
Parlamentos e imposibilidades
Laso de la Vega creyó que este triunfo sería decisivo para cerrar la contienda, pero se equivocó. La mayoría del pueblo araucano no aceptó la derrota y siguió guerreando. La cantidad de recursos económicos y humanos que demandaba esta guerra eran excesivos para las fuerzas de la monarquía hispánica. La lejana Araucanía siempre fue un teatro secundario para los Austrias, metidos de lleno en la guerra de los Treinta Años y, desde 1640, con los conflictos internos de Cataluña y Portugal.
En ese estancamiento, comenzaron a surgir voces para parlamentar con los araucanos. Así, entre 1641 y 1651 se dieron una serie de parlamentos para poner fin a la guerra y establecer unos límites para cada bando. Las tentativas de paz fracasaron por la desconfianza mutua y por la falta de respeto de los acuerdos.
Los parlamentos en sí, para la monarquía hispánica, supusieron el establecimiento de un statu quo con los araucanos y el reconocimiento de la frontera del Biobío y la soberanía mapuche en aquellas disputadas tierras, a cambio de que estos rindieran vasallaje al rey de España y se comprometieran a no aliarse con sus potenciales enemigos, caso de los británicos y holandeses. El corolario final de esta política fue el llamado Real Despacho de 1662, tras la victoria española en la batalla de Curanilahue, en el que Felipe IV reconocía un indulto a los indígenas rebelados.
Este largo conflicto, que siguió ocasionando esporádicos estallidos durante los siglos XVIII y XIX, fue una lucha de dos sociedades muy distintas y con escasas garantías de coexistir pacíficamente, por la inercia conquistadora de unos y por la defensa de otros de su modo de vida.
Las olvidadas victorias españolas, más numerosas que sus conocidos desastres, no permitieron quebrar la voluntad de lucha de los araucanos, muy posiblemente por su afirmada cultura, por la dispersión geográfica y por ser, sobre todo, una sociedad comunal. En el siglo XVI, al vivir en esas regiones ignotas y no disponer de un centro de poder político ni de una figura sagrada para todos, la total extinción del espíritu de lucha araucano resultaba imposible.
En el siglo XVII, con ambos contendientes ya más familiarizados, la monarquía hispánica no puso los ingentes medios necesarios para derrotar a aquel beligerante pueblo. Las distancias y las futuribles recompensas no animaban a esa hercúlea empresa.
Este artículo se publicó en el número 625 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.