Ucrania puede ser atacada por Rusia de manera inminente. Aunque lleva sufriendo la agresión rusa desde marzo de 2014, Kiev teme sufrir un ataque de una intensidad mayor que cualquiera precedente y, potencialmente, devastador.
Desde hace un par de semanas, Rusia está amasando una significativa fuerza militar en la frontera oriental de Ucrania. Una interpretación posible, y extendida inicialmente, es que se trata de una demostración de fuerza para intimidar a Kiev –que en las últimas semanas ha adoptado medidas para desmantelar la capacidad de influencia rusa dentro de Ucrania por medio de oligarcas ucranianos próximos a Moscú–. Una señal clara para el Kremlin de que la oportunidad que, presumían, representaba la presidencia de Vladímir Zelenski se desvanece. Lo que aumenta estos últimos días es la incertidumbre sobre las intenciones últimas de Moscú, tanto por el volumen y características de su despliegue como por la intensa campaña de los principales propagandistas rusos instando o bien a la anexión de la porción del Donbás que controla Rusia o bien amenazando con “el fin de Ucrania”.
¿Está Rusia preparando el terreno para justificar una posible intervención ante su opinión pública o es una simple estratagema militar y mediática para forzar a Ucrania y a las potencias euroatlánticas a una negociación en los términos que desea el Kremlin?
En este escenario de calma tensa, el presidente Zelenski ha encontrado el aliento del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg y, de forma muy visible, de la nueva administración estadounidense. En la última semana, el líder ucraniano ha recibido las llamadas del presidente Joseph Biden, del secretario de Estado, Antony Blinken, del consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, del secretario de Defensa, Lloyd Austin, y del jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Mark Milley. Soplan otros vientos en Washington, pero que esto vaya a traducirse en un respaldo efectivo si se desatan las hostilidades es harina de otro costal y Moscú es consciente de eso.
La postura de la UE
Lo mismo respecto a la Unión Europea. Por mucho que el alto representante, Josep Borrell, haya expresado su apoyo explícito a la soberanía e integridad territorial ucraniana, está fuera de juego en esta partida. La declaración franco-alemana un par de días después instando a “todas las partes a mostrar contención y desescalar las tensiones” es un mensaje cristalino para el Kremlin: Europa ni está ni cabe esperarla. Alemania sigue empeñada en la finalización del gasoducto Nord Stream 2 y Francia aún insiste en la mal concebida y fallida “iniciativa Macrón” –la enésima propuesta europea de reset a Rusia–. Pase lo que pase, haya escalada o no, Berlín y París apostarán por el apaciguamiento. La facilidad y candidez con la que están cayendo de lleno y en cadena varios países europeos en la operación de influencia lanzada por Moscú con la vacuna Sputnik V hace albergar aún menos esperanzas en una UE con consistencia estratégica.
No es casual, por ello, que en la larga entrevista con el secretario del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa, Nikolai Pátrushev, publicada el 8 de abril por el Kommersant, la UE apenas aparezca mencionada y sea únicamente para afirmar la disposición rusa para auxiliar a unos países europeos que “necesitan ayuda […] y nos están pidiendo nuestras vacunas para salvar las vidas de sus ciudadanos”. Pátrushev, pretoriano del presidente Vladímir Putin desde sus turbios años en San Petersburgo, afirma también que Rusia “no tiene planes para intervenir directamente en Ucrania”. Es difícil aventurar si es un intento de generar más confusión o de encubrir y justificar después una posible intervención en ciernes, que se presentará como reactiva y con el supuesto fin humanitario de “proteger a los ciudadanos rusos del este de Ucrania”. Es un escenario ya visto en la guerra de Georgia de agosto de 2008. Moscú lleva meses repartiendo pasaportes a diestro y siniestro, instrumentalizando aún más a la población del Donbás en su agenda geopolítica.
Conviene no perder de vista que esta guerra va del control estratégico de Ucrania, ni más ni menos. Moscú quiere forzar a Kiev a aceptar como mínimo el “derecho de veto” del Kremlin sobre la política exterior ucraniana e, idealmente, acatar su completa tutela y subordinación geopolítica a Rusia. En ese mundo multipolar que anuncia y concibe Rusia (y China), la soberanía real no es un derecho inherente de cualquier Estado reconocido por las Naciones Unidas, sino el privilegio de quienes pueden ejercerla por sí mismos. De ahí que no convenga tampoco caer en las trampas retóricas de la diplomacia rusa –descentralización ucraniana, derechos lingüísticos de las minorías, el “mundo ruso” (Ruskiy Mir), etcétera– que solo buscan enmascarar y legitimar la anulación formal de la soberanía y existencia de Ucrania. Esa concepción de la soberanía –no un derecho sino un privilegio resultado de unas capacidades– unida a las dificultades del poder y el nacionalismo ruso para aceptar plenamente la existencia de Ucrania (y Belarús) como una realidad nacional al margen de Rusia ha lastrado la normalización de la relación bilateral desde la desaparición de la Unión Soviética en 1991.
«En ese mundo multipolar que anuncia y concibe Rusia (y China), la soberanía real no es un derecho inherente de cualquier Estado reconocido por las Naciones Unidas, sino el privilegio de quienes pueden ejercerla por sí mismos»
La progresiva militarización de la política exterior rusa estos últimos años y el desequilibrio de fuerzas entre Rusia e Ucrania azuza el deseo del Kremlin de solventar la cuestión ucraniana de forma expeditiva. Pero una cosa es el empleo de artillería a distancia y, frecuentemente, desde el lado ruso de la frontera y otra muy distinta, por ejemplo, ocupar el territorio ucraniano al este del río Dniéper.
Los ucranianos han mostrado una enorme tenacidad y determinación para resistir y la población local del sur y el este una escasa predisposición para sumarse o respaldar la invasión rusa. Esa y no otra, fue la principal razón del fracaso de la operación Novorossiya en la primavera de 2014. No obstante, las dos ocasiones en las que Ucrania ha tenido que enfrentarse a las fuerzas regulares rusas de forma abierta –tres si incluimos el asalto a buques ucranianos en aguas internacionales próximas al estrecho de Kerch en noviembre de 2018– se saldaron con las severas derrotas ucranianas en las batallas de Ilovaisk, en agosto de 2014, y Devaltseve, en febrero de 2015, que condujeron a la firma de sendos protocolos de Minsk. Ambos son acuerdos muy desfavorables para Kiev y, en la lectura del Kremlin, imponen una reforma constitucional a Ucrania sobre la que Rusia se arroga de facto derecho de veto. ¿Está Moscú pensando en un golpe similar que doblegue de una vez por todas la voluntad de Ucrania?
De ahí el temor de Zelenski a un golpe demoledor ruso y su apelación estos últimos días a la OTAN y algunos de sus miembros. No es la primera vez que Ucrania llama a las puertas de la Alianza. La cumbre de la OTAN celebrada en Bucarest en abril de 2008 dejó la puerta entreabierta para un futuro ingreso de Ucrania y Georgia, pero sin ofrecimiento de un calendario concreto o de un Plan de Acción de Membresía (MAP, por sus siglas en inglés) paso previo a una incorporación efectiva. La oposición de Alemania y Francia y la escasa determinación de la administración de George W. Bush, en su último año de mandato y entrampada en los teatros afgano e iraquí, dejaron a Kiev y Tbilisi en el peor de los mundos: dentro de forma inminente a ojos de Moscú, fuera sine die en el de unos aliados europeos siempre temerosos de irritar al Kremlin. El resultado no se hizo esperar. Cinco meses después, los tanques rusos a punto estuvieron de tomar Tbilisi. Seis años después, Moscú se anexionaba Crimea por medio de una rápida ocupación militar e injertaba artificialmente un conflicto armado en el este de Ucrania.
Según algún reporte de prensa ruso, durante una reunión privada entre Putin y Bush en los márgenes de aquella cumbre, el mandatario ruso le indicó retóricamente a su homólogo estadounidense: “mira George, Ucrania no es ni siquiera un Estado ¿Qué es Ucrania?”. Y según una transcripción no oficial él mismo dio la respuesta durante su intervención en la reunión plenaria indicando que se trata “de un Estado muy complejo […] cuya forma y existencia se debe a la decisión soviética al respecto […] y en el que viven 17 millones de rusos”. Una confusión interesada y persistente entre rusos étnicos y ciudadanos de la Federación Rusa.
Es importante tener en cuenta que la comprensión del Kremlin de la realidad ucraniana presenta un fuerte sesgo cognitivo. Una cuestión que ha conducido a una lectura errónea desde Moscú de los acontecimientos en Ucrania, al menos, desde los años finales de la Unión Soviética. La fallida operación Novorossiya –el Kremlin esperaba que las poblaciones del sur y este de Ucrania se sublevarán masivamente y solicitaran la ayuda militar rusa– es solo el último ejemplo de este persistente error de interpretación.
El proceso de toma de decisiones del Kremlin sigue siendo tan o más opaco y restringido que cuando Putin decidió la anexión de Crimea en marzo de 2014. Es muy probable que las únicas fuentes de información de Putin sean sus servicios de inteligencia, particularmente el FSB a través de su director, Alexander Bortnikov, y que solo consulte con el mencionado Pátrushev y su jefe de gabinete en el Kremlin.
Por ello, con el Kremlin no conviene dar nunca nada por sentado y aunque tampoco sea aconsejable aventurarse demasiado en anticipar sus movimientos, la UE haría bien en considerar cuidadosamente todos los escenarios posibles, incluyendo la posibilidad de un incremento simultáneo de tensiones en otros espacios como el Báltico o el estrecho de Taiwán –el respaldo ruso a los militares golpistas en Myanmar estos días sugiere una creciente coordinación táctica con China–-. Se avecinan tiempos adversos y poco propicios para la UE y, por supuesto, para Ucrania.