los guiños de Juan Carlos I al búnker militar tras la muerte de Franco
"Sois los depositarios de los más altos ideales de la Patria y la salvaguardia de las garantías de cuanto está establecido en las Leyes Fundamentales", les dijo en uno de sus primeros discursos ante las Fuerzas Armadas
La desaparición de Carrero Blanco, el elegido para dar continuidad a otros cuarenta años de dictadura, había dejado huérfanas a las monolíticas tropas del Ejército español. A su vez, la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 terminó por noquear a la facción más dura e inmovilista de las Fuerzas Armadas. Fallecido el dictador, la continuidad y defensa de los valores militares quedaba en manos de Juan Carlos I, que en principio no fue bien recibido por todos los sectores castrenses, algunos de los cuales no se resignaban a pasar la última página del franquismo y tampoco veían en el borbón al hombre apto y con cualidades para dirigir los destinos del Ejército y por tanto de la patria.
Fue entonces cuando los cuarteles se posicionaron alrededor de tres grandes grupos: los bunkerizados continuistas partidarios de que todo siguiera tal como estaba en el país, designándose a un nuevo dictador (por supuesto de condición militar); los que exigían una ruptura total con el antiguo régimen y un salto definitivo a la democracia; y los que apostaban por una transición negociada, pactada, no traumática. Parece que esta fue la vía que finalmente decidió emprender Juan Carlos I.
Si en el último Gobierno de la dictadura, el de Arias Navarro, había tres militares con cartera ministerial –Francisco Coloma Gallegos en el Ministerio del Ejército; el teniente general Mariano Cuadra Medina en el Ministerio del Aire; y el almirante Gabriel Pita de Veiga y Sanz, en Marina−, en el primer Consejo de Ministros de la monarquía se colocaron hasta cuatro altos mandos: el teniente general Fernando de Santiago y Díaz de Mendivil (vicepresidente primero para Asuntos de Defensa); el teniente general Félix Álvarez-Arenas (Ministerio del Ejército); el almirante Gabriel Pita da Veiga y Sanz (Marina); y el teniente general Carlos Franco Iribarnegaray (Ministerio del Aire).
El hecho de que el gabinete gubernamental contara con un oficial que llevaba el primer apellido del dictador que había manejado las riendas del poder con pulso firme en las últimas cuatro décadas era simple y caprichosa casualidad, pero no dejaba de tener su cierta sorna. En el fondo, lo verdaderamente importante es que la democracia española había nacido fuertemente tutelada, los uniformes seguían teniendo un peso específico importante y el célebre todo quedará “atado y bien atado” predicho por Francisco Franco se confirmaba ante posibles aventuras o alegrías demasiado democráticas, republicanotas o bolchevizantes.
En ese escenario de alto voltaje con peligro constante de involución, no extraña que el primer gesto público del rey Juan Carlos fuese un guiño personal a las Fuerzas Armadas. Había que tener calmado y tranquilo al primer poder fáctico de la nación, ya que sin su visto bueno el tránsito a la democracia estaba irremediablemente abocado al fracaso.
De modo que el día que ocupó el mando supremo del Ejército, el monarca les dijo a aquellos hombres recios con bigotes algo pasados de moda y profundamente reaccionarios lo que querían escuchar: “En estos momentos en los que asumo la Jefatura de las Fuerzas Armadas me dirijo a todos vosotros con profunda ilusión y fundadas esperanzas. Sois los depositarios de los más altos ideales de la Patria y la salvaguardia de las garantías de cuanto está establecido en las Leyes Fundamentales. […] Sé que cumpliréis en el deber como siempre lo habéis hecho. Como español, como soldado y como rey me siento orgulloso de contar con vuestra adhesión y lealtad. Estoy seguro de que trabajando todos unidos alcanzaremos lo que España se merece por imperativo de la historia y su papel en el mundo de hoy. Viva España”. Ni el propio Franco hubiese pronunciado un discurso tan flemático y laxante para las ardorosas gentes de la guerra.
De esta manera, Juan Carlos I anunciaba el inicio del proceso democratizador e informaba a sus huestes de que debían acatar las reformas que se ponían en marcha. Sin embargo, la aventura no iba a ser fácil. La mayor parte de los altos mandos militares habían estado codo con codo con el dictador y recelaban del poder del rey. El Ejército era íntegramente el mismo que había ganado la guerra en 1939, veteranos de la contienda fratricida a los que no gustaba para nada la reforma militar que preparaba el primer Gobierno de Adolfo Suárez −con la inestimable colaboración del teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, uno de los más liberales de su época− y que consistía en ajustar la profesión a las nuevas exigencias de las instituciones democráticas.
Una vez más, se repetía la historia. Una democracia al estilo de la malograda Segunda República se topaba con los privilegios de casta de las botas y los uniformes. La reforma de Gutiérrez Mellado se basaba en la “descontaminación”, es decir, en la progresiva despolitización del Ejército, en su reconversión en un gremio o estamento profesional y en la necesidad de alcanzar su integración plena y completa en la sociedad española. En adelante, el militar dejaba de ser un elemento más del poder, un guardián de las esencias patrias, para convertirse en un simple funcionario, también en lo referido a las retribuciones y complementos salariales. Estaba por ver cómo eran recibidas las medidas proyectadas en los cuarteles de todo el país.
Tal como era de prever, el búnker militar se opuso desde el principio (jamás perdonó a Gutiérrez Mellado su traición a los valores fundamentales del 18 de julio) y desde ese mismo momento probablemente empezaron a germinar las operaciones militares dirigidas a terminar con la democracia recién instaurada en España. Todas las nobles ideas recogidas en la Constitución, el pluralismo político, la libertad de expresión y de información, la legalización del Partido Comunista, la reconciliación, el espíritu de consenso, el Estado de las autonomías y en general la revolución cultural que iba a transformar España hasta que “no la reconociera ni la madre que la parió”, en palabras de Alfonso Guerra, les parecía el fin del mundo a aquellos viejos nostálgicos del Ejército. O al menos el final de su mundo, tal como ellos lo habían conocido.
Probablemente, el germen del nuevo golpismo en España haya que buscarlo en el sísmico año 1977, fecha de las primeras elecciones democráticas y de la legalización del Partido Comunista de España (PCE). Los herederos del franquismo jamás han terminado de asumir que un partido rojo, derrotado en 1939, tome parte en el juego político y mucho menos en un Gobierno de coalición como el que preside España hoy en día. En buena medida, el reverdecido ruido de sables de hoy −los chats de WhatsApp que llaman a fusilar a 26 millones de “hijos de puta” y las cartas al rey−, es consecuencia directa de que un sector importante del Ejército no se resigna a que la izquierda real mantenga su cuota de poder en este país. Es decir, una España sigue queriendo aniquilar a la otra, imponiendo su ideología conservadora y tradicionalista.