82.- Estado y nación en Europa; Hagen Schulze; 12-II-20

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"... Cuando se reunió el primer Parlamento del Estado nacional italiano en Turín en 1861, los oradores hablaron en francés ...Manzoni escribió su gran obra Los novios, una novela histórica que expone el punto de vista del pueblo sencillo, primeramente, en dialecto lombardo; posteriormente, para servir a la unificación italiana, reelaboró el libro, traduciéndolo por completo a la lengua culta toscana, ...Manzoni creó a partir de la lengua de la burguesía ilustrada florentina el estándar de la lengua nacional italiana ...Pero esto también significa que en la época de la unificación italiana, a excepción de la Toscana, ni tan siquiera todos los que sabían leer dominaban el italiano: según una estimación realista no eran en 1861 muchas más de 600.000 personas, es decir, un 2'5 por ciento de la población italiana ..." (p. 138)

Contràriament al relat nacional(ista) habitual, banal, l'Estat, i per tant la Nació, i viceversa, són invents recents, contingents i atzarosos, a més a més de culturalment particulars d'aquesta península occidental d'Euràsia.

Això sí, la seva exitosa exportació l'ha fet format polític pràcticament universal.
Per a mal, o per a pitjor.

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Sueños de Europa
Crítica (col. La construcción de Europa), Barcelona, 1997
Trad. de Ernest Marcos
295 págs.
https://www.revistadelibros.com/articulos/estado-y-nacion-en-europa-de-hagen-schulze
 

«Europa se está construyendo. Esta gran esperanza se realizará si se tiene en cuenta el pasado; una Europa sin historia sería huérfana y desdichada.» Estas palabras de Jacques Le Goff, director de la colección multieditorial donde aparece este libro, parecen casi una ironía tras la lectura y meditación de la obra. Los títulos de sus capítulos no dejan lugar a dudas sobre cuál es la materia prima con la que Schulze teje esta especie de manual de historia política de Europa: «Estados», «Naciones», «Estados nacionales», «Naciones, Estados y Europa». Son los sujetos con los que tradicionalmente ha venido trabajando y construyendo su discurso una historiografía europea. Es la herencia también de una historia europea que ha ido desalojando, en Europa y fuera de ella, a otros posibles sujetos: comunidades, culturas, pueblos y, en no pocas ocasiones, también individuos.

El argumento montado por Schulze parte de rastreos históricos de Estados y naciones, especialmente desde la definición de sus identidades más permanentes con las monarquías modernas. Interesa a su argumento, por una parte, el surgimiento de una razón de Estado vinculada al problema confesional, de una concepción del Estado en la filosofía política moderna, y del entronque de todo ello en una idea constitucional del mismo sujeto estatal desde finales del siglo XVIII. Interesa también, por otra parte, la relación entre cultura y definición nacional, la identidad entre nación y estructura política, y sus desajustes, que se analizan bajo el concepto de «naciones populares». Con todo ello se ingresa en lo que el propio autor llama la «época axial» de su recorrido: la que va de la Revolución de finales del siglo XVIII hasta la Gran Guerra de 1914. Esto es, la apoteosis del Estado y la nación.

Un repaso previo al capítulo conclusivo, «Naciones, Estados y Europa», no vendría mal incluso antes de afrontar la lectura del precedente, «Estado y nación en Europa». Dice allí el historiador, reflexionando sobre la coyuntura actual, que igual que a comienzos del siglo pasado, Europa se ve forzada hoy a buscar formas de unión política. Pero a diferencia de los Estados nacionales que entonces se definieron, «son hoy tan sólo los gobiernos quienes ponen las vías político-económicas y administrativas, mientras que la población de Europa reúne en apariencia un escaso entusiasmo reconocible por el gran objetivo de un continente europeo unido bajo los auspicios de la libertad y la autodeterminación» (pág. 270). Creo que, compartiendo el diagnóstico final, el historiador está siendo, no obstante, traicionado por su misma disciplina: una historia absolutizada por sujetos como Estado y nación. «El obstáculo decisivo para un fuerte sentimiento de identidad europea reside en los propios europeos», concluye algo más abajo. ¿No estará el obstáculo más bien en una historia, en un modo histórico de haberse construido y concebido Europa como tejido sólo de Estados y naciones, y de un tipo muy específico además? La respuesta –si le interesa algo al lector– puede estar en el capítulo precedente, el que se ocupa del desarrollo de Estado y nación en esa «época axial» que identifica Schulze. Ahí es donde, en mi opinión, más perspectiva pierde el libro de Schulze, debido precisamente a su entusiasmo por la forma política del Estado nacional. El momento que fija como arranque es el más habitual en los manuales: 1815; pero ya la asignación al período 18041814 a un momento de definición constitucional del Estado, revela el planteamiento desplegado en este capítulo «axial». Seguir reconociendo el período napoleónico como etapa final y culminación de una «revolución constitucional europea» me parece que oscurece más que aclara los orígenes de una forma política que precisamente se definió entonces sobre los pilares del Estado, la nación y la ley más que sobre los de la Constitución entendida como cultura de derechos y libertades.

La lectura de estas páginas sugiere la idea de que el Estado nacional vino a ser en la Europa liberal una forma política basada en un principio de soberanía nacional o, dicho de otro modo, de alguna forma de soberanía social. Puede leerse que «con la Constitución francesa de 1814, la Charte, fueron, no obstante, reconocidos fundamentalmente el derecho del pueblo a la soberanía y representación; y los principios burgueses de libertad, igualdad y propiedad, aunque restringidos de muchas formas, fueron también confirmados por la Constitución». Leemos también que, entre 1814 y 1871 (desde aquella Charte hasta la caída del régimen de Napoleón III, pasando por la revisión constitucional de 1830 y la experiencia republicana de 1848), «el desarrollo global era claramente reconocible: hacia un Estado democrático y plebiscitario que extraía su justificación de ser tanto hacia el interior como hacia el exterior exclusivamente de la soberanía de la nación» (págs. 169-170).

Un simple repaso a cualquiera de los textos fundamentales que articulan los Estados liberales europeos del ochocientos nos ofrece, sin embargo, una imagen bien diversa. Compúlsense las constituciones francesas aludidas por Schulze, la española de 1845 o incluso la piamontesa de 1848. Confróntense con el texto constitucional francés de 1848 o con el de la república romana del mismo año. Establézcanse también sus diferencias con la belga de 1831. Las distancias son abismales y se miden precisamente por el rasero de una noción de soberanía que sólo en contadas ocasiones (Bélgica en 1831, Francia o Roma en 1848, por ejemplo) tiene un referente de titularidad social. De hecho, sería ingenuo pretender hallar en sus textos constitucionales la descripción de los sistemas políticos más permanentes en el continente en esa edad de los Estados nacionales.

Para rastrear los fundamentos que pudiéramos llamar constitucionales de tal forma política, debería incluso abandonarse la perspectiva de la historia constitucional. Se debe mirar a su verdadera dimensión: la administración. También para cuestiones relativas a los dos componentes que, a beneficio de inventario, heredan de la época de la revolución constitucional esos Estados europeos del siglo pasado y con los que se construye la desigualdad social: igualdad jurídica y derecho de propiedad. Ambos vienen a servir a un proyecto de consolidación de formas sociales en las que pudo anidar y criarse cualquier cosa menos la fantasía historiográfica de la soberanía social en forma de soberanía nacional.

La historia de los Estados nacionales europeos del ochocientos no confirma en absoluto un principio de soberanía de las comunidades, ni articuladas representativamente como naciones ni concebidas, más radicalmente, como pueblos. Los experimentos de esta especie son lo bastante exóticos como para permitirnos medir su endeblez. La fortuna del resultado constitucional de la revolución de 1848-1849 en el Imperio austríaco (Kremsier, 1849) hablaría por sí sola. Los Estados nacionales se construyen mucho más en una clave administrativa para la que un principio operativo de soberanía social no será ni siquiera supuesto de filosofía política. No ya para casos totalmente aconstitucionales, como el fundado en Austria tras la Silvester Patent de 1851, sino también para los más formalmente constitucionales y democráticos, como el francés de 1852.

Con tal carga, otras cuestiones en las que luego entra –y con solidez– el libro de Schulze se comprenden mejor. Me refiero al modo en que se pensó la nación, a las ideas que culturalmente desarrolla la Europa liberal al respecto y que, como él mismo demuestra, poco tenían que ver ya con un concepto comunitario de soberanía. El lector hallará una solvente reconstrucción de una cultura de la nación en la Europa fin de siècle totalmente extraña, no ya sólo a un concepto autodeterminativo, sino a cualquier principio democrático. Culturalmente cosida a un darwinismo social o a concepciones aún más contundentes, la nación y su concepto en la Europa que caminaba a la «guerra total» (las dos de este tipo que el actual siglo conoce) resultaban relevantes políticamente sólo a través de esa peculiar forma de Estado. El Estado llegaba de este modo a absolutizar la nación, hasta el punto de que la aspiración mayor de los movimientos nacionalistas será constituir Estado, esa especie concreta de Estado que se hallaba tan distante ya de una idea de soberanía social, fuera nacional o popular.

El libro de Schulze, tal y como se concibe y presenta, invita a la reflexión historiográfica sobre los fundamentos de este modelo contemporáneo europeo en la perspectiva que propone la empresa editorial a que pertenece. Europa duerme un sueño historiográfico que le hace suponer su nacimiento moderno entre Ilustración y Revolución, entre la concepción y la realización de un modelo político que acaba sustanciándose en el siglo pasado en el Estado nacional. Es la suposición del libro de Schulze y la que más habitualmente puede hallarse en manuales de historia de Europa. Pero también es probablemente aquella de la que más nos urge despertar, y cuanto antes. No es desde luego la idea ilustrada de la política la que se transfiere a la realidad que Europa –la continental al menos– hereda de la Revolución. No fue tanto el Estado cuanto la libertad y los derechos lo que la reflexión crítica de la Ilustración –en su sentido más lato– estaba descubriendo como base sobre la cual articular una necesaria capacidad política de la sociedad y el individuo. El Estado ilustrado no era sino la gran ciudad en la que se podían realizar aquellos bienes superiores de libertad y derechos: de los individuos primeramente –con las restricciones y exclusiones también propias de su antropología– y de sus comunidades.

Respecto de tal idea, el Estado nacional es absolutamente ignorante, siendo su dimensión política preferente la de la administración, y su espacio social más la nación que la ciudad. Dicho de otro modo: el Estado nacional resultante de todo el proceso profundo de transformación sufrido por Europa desde comienzos del siglo pasado no era político, en el sentido ilustrado de esta palabra. Al inventar la administración como mecanismo esencial de relación entre la sociedad y el poder político, anulaba en sí la política entendida como capacidad de mediación social, o la reducía a expresiones tan minúsculas como los parlamentos europeos de esa «época axial». Su conexión era más evidente con tradiciones prerrevolucionarias de gestión administrativa del reino mediante instituciones parlamentarias más semejantes a consejos ampliados que a asambleas nacionales. El trastoque entre Ilustración y Revolución se produce precisamente en los años que la historiografía había considerado tradicionalmente de consolidación definitiva de ese proyecto ilustrado revolucionario 1. Es el momento histórico del Estado nacional.

Tal es la herencia que recibe Europa; ése es su genoma. No procedemos de una afirmación histórica de formas de soberanía social, de capacidades autodeterminativas reconocidas en individuos ni comunidades, sino de Estados nacionales y aspiraciones nacionalistas que tienen –también hoy– más vocación de reproducción de tales fundamentos de la cultura del Estado. Nuestro presente es pródigo en reflejos de esa genética europea. Piénsese, por ejemplo, en la Padania inventada por la Lega Nord y léase –como historia viva que es– el discurso sobre el que se propone su estatalización. O, más vecino y sangrante, el mal denominado radicalismo vasco, con sus formulaciones directa y deliberadamente antidemocráticas. Se adivinará en todo ello un peso evidente de una tradición estatalista de la cultura política de la Europa contemporánea. La mayor parte de los movimientos nacionalistas europeos no hacen sino reformular tal cultura. No llega a tener su mármol y su día.

Poco ayuda ciertamente una Europa que – ahí el diagnóstico de Schulze es absolutamente certero– no está siendo pensada desde los principios de la capacidad autodeterminativa de sus individuos y comunidades, sino como un espacio puramente comercial mediatizado tanto por los Estados que la forman como por los nacionalismos que aspiran a reproducir y multiplicar esa misma tradición estatal. En un espacio nacionalmente tan complejo como el europeo (y España podría tomarse como un laboratorio muy a mano) puede perfectamente comprobarse cómo el nacionalismo sigue vivificando esta herencia.

¿Qué significa «autodeterminación» en el credo político nacionalista vasco, catalán, irlandés o padano? ¿Qué significa en la política interna de los Estados español, británico o italiano, o en la política exterior de la Unión Europea ante casos como el de la extinta Yugoslavia, tan próximos y humillantes para cualquier cultura de los derechos y la democracia? No más que una supremacía de la cultura del Estado, de su forma menos respetuosa ante un principio radical de soberanía social y de las formas que ésta puede adoptar para componer una evidente pluralidad cultural no ya sólo europea en nuestro continente.

Tal es el sentido que se esconde también en gran medida en el argumento nacionalista de la «Europa de los pueblos»: se trataría, tal y como se está planteando, de la consecuencia necesaria de la historia a que se refiere, y de la historiografía que refleja, el libro de Hagen Schulze. En los parámetros de esa historia continental, el nacionalismo sigue aspirando prioritariamente a estatalizar comunidades, con lo que ello implica también de agotamiento de otras posibilidades de la pluralidad cultural europea y de sus virtualidades de composición política en una clave más autodeterminativa. A nuestra magra imaginación política, cosida aún por los hilos de la nación y el Estado, no le vendrían mal algunas exploraciones extraeuropeas. Serían el complemento útil para nuestra historia y nuestra autopercepción historiográfica, una segunda parte necesaria para el libro de Schulze; porque ante tal historia y su herencia, sintiéndolo mucho por el entusiasmo europeísta de esta colección, quizá valdría más la orfandad.

01/06/1997

1. Desde varias perspectivas se insiste ya en la necesaria reconsideración de ese momento que gira en torno a 1800. Desde una perspectiva constitucional, cfr. M. Fioravanti, Los derechos fundamentales: Apuntes de historia de las constituciones, Madrid, 1996. Considerando la contraposición de los conceptos de patria y nación, M. Viroli, For Love of Country. An Essay on Patriotism and Nationalism, Oxford, 1995. El ensayo más contundente de toda esta cultura es actualmente el de M. Thom, Republics, Nations and Tribes, Londres, 1995.