la sobirania marítima de França
31/03/2018 - 00:02h
Emmanuel Macron no es Napoleón ni tampoco Felipe II, aunque sí podría decir, como el rey de España en el siglo XVI, que en Francia, todavía hoy, no se pone nunca el sol. Atrás queda, oficialmente, el pasado colonial, si bien Francia mantiene su soberanía –bajo formas constitucionales diversas– sobre extensos territorios en varios continentes y océanos. Esta realidad, junto a la presencia militar, el uso del francés y la influencia cultural, refuerza la proyección global de París, con consecuencias políticas y económicas muy relevantes.
Muy pocos franceses saben, por ejemplo, que existe la isla de Clipperton, a 1.300 kilómetros de la costa mexicana, en el Pacífico. Se trata de un atolón deshabitado, con sólo dos kilómetros cuadrados de superficie emergida sobre el agua. Es un lugar inhóspito, con una historia tan fascinante como dramática. Hubo allí una pequeña colonia de soldados mexicanos y sus familias, a principios del siglo XX. Quedaron abandonados y casi murieron de hambre. Las mujeres se rebelaron y mataron al único hombre que quedaba vivo. Se había convertido en un dictador y abusaba de ellas. Clipperton es francesa desde 1858. Un arbitraje internacional, en 1931, lo confirmó. La importancia estratégica hoy deriva de que, gracias a esta isla, Francia posee 425.000 kilómetros cuadrados de zona económica exclusiva (ZEE).
El caso de Clipperton es anecdótico e ilustrativo a la vez de la expansión planetaria francesa. En los departamentos y territorios de ultramar viven en este momento unos 2,6 millones de personas, de ellas 1,2 millones de menores de edad. Esa Francia ultramarina se extiende desde América del Norte –el enclave de Saint-Pierre y Miquelon, frente a la isla canadiense de Terranova–, hasta las Antillas (Guadalupe, Martinica, San Bartolomé, San Martín), América del Sur (Guayana), el océano Índico (las islas de Mayotte, Reunión y el archipiélago de Kerguelen) y el Pacífico (la Polinesia Francesa, Nueva Caledonia y Wallis y Futuna), además de otras islas pequeñas islas deshabitadas y de territorios antárticos.
Este vasto imperio ultramarino hace que Francia sea, después de Estados Unidos –y por delante de Australia–, el segundo país del mundo con zonas económicas exclusivas en mares y océanos. En total, las ZEE francesas suman 11 millones de kilómetros cuadrados que puede explotar. El 97% de esta superficie está en ultramar. Eso ofrece, de cara al futuro, una gigantesca reserva de recursos submarinos, como minerales, hidrocarburos, pesca y otras actividades económicas marinas. La administración de este patrimonio genera un costo considerable, tanto si hay población como si no. Los lugares deshabitados exigen al menos una presencia regular, de vigilancia, para afirmar la soberanía frente a otros países. Una geografía tan dispersa complica el control. La Marina francesa debe velar para que no haya explotación ilegal de recursos, piratería, tráfico de droga o inmigración clandestina.
Hay territorios, como las islas de Reunión, Mayotte y Guadalupe, o como la Guayana, que son departamentos franceses, con todos los derechos de la Francia metropolitana y parlamentarios en París. En otros enclaves del planeta francés los lazos son más laxos, como Nueva Caledonia, que decidirá en un referéndum, el 4 de noviembre de este año, si opta por la independencia.
En Francia hay conciencia de esta grandeur poscolonial. Se estudia en la escuela, y algunos tienen conexiones familiares o de amigos. Se trata, en algunos casos, de atractivos destinos turísticos. Las cadenas de televisión pública ofrecen regularmente documentales sobre estos territorios. También hay cobertura mediática intensa cuando surgen problemas.
Desde hace meses, un foco de preocupación ha sido Mayotte. En esta isla del Índico, que es el departamento francés número 101 –el más pobre de la República– y cuenta con 260.000 habitantes, hay mucho malestar por el deterioro de las condiciones sociales. La renta per cápita es cuatro veces inferior a la media nacional, y el desempleo alcanza casi el 26%, el triple que en el resto de la nación. Pero el desencadenante principal de la reciente agitación, que ha llevado a huelgas y cortes de carreteras, es la incesante inmigración ilegal desde las vecinas Comores, un flujo demográfico que está desequilibrando la isla y aumenta la sensación de inseguridad ciudadana. El envío de más policía desde la metrópoli y el mayor control de la inmigración han calmado los ánimos sólo en parte.
Los territorios de ultramar obligan a desplegar a miles de militares de modo permanente. Estos contingentes se denominan “fuerzas de soberanía”. A ellos se añaden los soldados franceses que efectúan operaciones en África y Oriente Medio. La más importante se desarrolla en el Sahel –Mauritania, Mali, Burkina Faso, Níger y Chad– y tiene por objetivo frenar la expansión de los grupos yihadistas en la zona. Los franceses cuentan asimismo con bases en Senegal, Costa de Marfil, Gabón, Yibuti y los Emiratos Árabes Unidos.
La lengua –y con ella, la cultura– es otro pilar fundamental de la proyección internacional de Francia. El crecimiento demográfico del África francófona hará que el francés, según las estimaciones, alcance los 1.000 millones de hablantes el año 2065, cinco veces más que en 1960. La aspiración es que sea la tercera lengua más hablada del planeta (hoy es la quinta o sexta, tras el mandarín, el inglés, el español, el árabe y, quizás, el hindi).
En la reciente Jornada Mundial de la Francofonía, en París, Macron se pronunció por una estrategia “descentralizadora” en la que Francia ya no tenga el mismo papel dominante como garante e impulsor del idioma. “El francés se ha emancipado de Francia –dijo el presidente–. Se ha convertido en esa lengua-mundo”. Celoso de no aparecer como neocolonialista y hegemónico, Macron se mostró a favor de fomentar el plurilingüismo, a que el francés acepte convivir con las lenguas autóctonas, “sin hegemonía”, e incluso con el inglés. Parece un loable deseo de modestia de un presidente que rehúsa ser emperador pero dirige una potencia con ambiciones globales.
31/03/2018 - 00:03h
Ser francés en las antípodas, a 17.000 kilómetros de la metrópoli, no es fácil. En el caso de Nueva Caledonia, este archipiélago del océano Pacífico, a dos horas de vuelo de Australia y a otras tantas de Nueva Zelanda, arrastra una historia de violencia, de casi guerra civil entre partidarios y detractores de la independencia. La hora de la verdad llegará el próximo 4 de noviembre, fecha del referéndum para decidir sobre su plena soberanía. Convocar la consulta popular ha sido una misión delicada porque hay aún fuertes tensiones entre las comunidades. Los canacos, el pueblo autóctono, de etnia melanesia, no llegan al 40% de la población. Los europeos –sobre todo franceses, llamados peyorativamente caldoches – suponen algo menos de un tercio de los 270.000 habitantes de las islas. Luego hay otras comunidades y bastante mestizaje. El crisol racial es, pues, complejo, y resulta difícil determinar con exactitud la distribución étnica. El Gobierno francés ha tenido que hacer un encaje de bolillos para negociar un acuerdo sobre el referéndum. Finalmente se llegó a un compromiso el pasado miércoles, en París. Hubo de intervenir el primer ministro, Édouard Philippe. Fue él quien propuso la pregunta, que será esta: “¿Quiere que Nueva Caledonia acceda a la plena soberanía y devenga independiente?”. La formulación tenía su miga. Quienes se oponen a la independencia pretendían una pregunta clara y que incluyera esta palabra, sabedores de que es probable que triunfe el no. De esta manera piensan que el asunto quedará zanjado y se asestará un duro golpe al movimiento independentista. Este, por el contrario, ya veía bien lo de “plena soberanía”, para evitar la humillación del rechazo nítido a la independencia. Se trata de sutilezas relevantes. La negociación final, en el palacio de Matignon, se prolongó durante 15 horas ininterrumpidas.
El Gobierno francés quiere mantener una escrupulosa neutralidad y, oficialmente, no se pronunciará por una opción o la otra. Quien sí lo ha hecho, a favor del mantenimiento en el seno de Francia, ha sido el ex primer ministro Manuel Valls, que presidió hace poco una delegación parlamentaria de información que viajó al territorio.
El archipiélago, muy rico en níquel, el oro verde, pertenece a Francia desde 1853. En los años ochenta del siglo pasado hubo violencia. Se produjo una sangrienta toma de rehenes, en abril y mayo de 1988, en el intervalo entre el primer y el segundo turno de la elección presidencial. El saldo del enfrentamiento entre los efectivos franceses y el Frente de Liberación Nacional Canaco y Socialista (FLNKS) fue de 21 muertos y 4 heridos. El FLNKS acusó a los militares de haber efectuado ejecuciones sumarias. Un año después, en mayo de 1989, el líder independentista canaco Jean-Marie Tjibaou, fue asesinado. Finalmente, en 1998, hubo un acuerdo de transición que preveía una amplia autonomía y la posibilidad de votar por la independencia en el futuro. Macron visitará las islas en mayo. Debe ir con tacto. Nadie desea otro incendio en la Francia de las antípodas.
31/03/2018 - 00:03h
El territorio francés más alejado de la metrópoli es Wallis y Futuna, un archipiélago de tres islas –la tercera se llama Alofi– y en el que sólo viven poco más de 12.000 personas. París les garantizó, en 1961, después de un referéndum en que decidieron ser franceses, que pudieran practicar sus ritos ancestrales y mantener, a un nivel entre simbólico y administrativo, los tres reyes de tribu en las subdivisiones territoriales. En la de Uvea, el rey es ayudado por un primer ministro y cinco ministros. Los otros dos reyes sólo tienen ministros, uno para cada pueblo, un jefe de ceremonias y otro de policía. Se cree que la población autóctona llegó de la China meridional, hace 5.000 años.